
La despoblación de muchas zonas rurales de España está creando tantos problemas como oportunidades para aquellos que no se han unido al éxodo a las ciudades. Varios residentes de las infantas, en la provincia de Jaén, describen las tribulaciones y esperanzas de su vida en un pueblo de no más de 400 habitantes.
Amplio, un espacio muy amplio, en verano caluroso y en invierno frío, muy frío. Las Infantas es un lugar atravesado por la vía del tren que conduce desde Cádiz hasta Barcelona. Este lugar es una pedanía de Jaén, un barrio o incluso una estación. Es el pueblo en el que viven, a veces, 400 personas; otras, menos. “Aquí no nos morimos”, dice con un suspiro Mari Muñoz, vecina de Las Infantas desde hace medio siglo, resignada como el resto de vecinos a la falta de infraestructuras de este pueblo jienense. Por no haber, explica la señora, no hay ni cementerio en el que se les pueda enterrar. Las 400 personas que conforman Las Infantas viven rodeadas de olivos a los pies de la Sierra Mágina. Se dedican a la aceituna, a la agricultura, a la tierra. Algunos trabajan en Jaén, van y vienen todos los días del trabajo a casa. Incluso los hay que se fueron a la capital, pero mantienen su casa en Las Infantas, y van y vienen de la que era su casa a la nueva.
La despoblación es uno de los problemas más acuciantes con los que la sociedad española se enfrenta en la actualidad. El éxodo rural ha provocado que el 30% de la península haya acaparado el 90% de la población. En pueblos como Las Infantas, la falta de infraestructuras, medios y trabajo es la palanca que impulsa a los más jóvenes hacia los grandes núcleos urbanos, aunque no siempre es éste el caso. Mari dice que no, “aquí viene más gente, mi vecina antes vivía en Jaén y ahora aquí”. Mari tiene 72 años, y lleva 50 viviendo en Las Infantas. La mujer, de ojos claros y pelo dorado, vive en la casa contigua a las de su hija y sus primas. De lunes a viernes, se dedica a ayudar en las labores domésticas y en la aceituna. La experiencia que le proporcionó trabajar en el comedor de un colegio infantil hace que muchas de sus vecinas acudan a su casa para preguntar por alguna sobra o dulce que haya cocinado. Mari vive con su marido y el hermano de éste. Los fines de semana acude al “hogar”, espacio en el que ha aprendido a hacer divisiones y donde también, a veces, juega al bingo. De Las Infantas Mari conoce todos los espacios, asesora a la alcaldesa sobre cómo deberían arreglar las clases y en los periodos festivos es la encargada de organizar la verbena. Cuando se le pregunta cómo ha cambiado el pueblo desde que ella era joven, se encoge de hombros y se ríe. “Esto no ha cambiado mucho”, explica un poco sorprendida.

En Las Infantas la tarde es lenta, el tiempo no se mide por el reloj sino por las sombras que el sol va perdiendo en cada rincón. No hay edificios altos, ni calles bien asfaltadas, ni semáforos. Hasta la plaza principal del pueblo se llega subiendo una pequeña cuesta; lo primero que uno advierte al llegar son dos bancos grises de piedra con respaldo, una mesa con un tablero de ajedrez y, enfrente, una pequeña placa que no conmemora otra cosa que el propio pueblo.
Cuatro veces al día, la geometría urbana se rompe con el pitido de un tren. Los vecinos se paran, lo dejan pasar, y su rutina continúa. “Esto está muy bien conectado, pasan autobuses cada dos por tres”, explica Ángeles Crespo, una joven de 23 años vecina de Las Infantas desde que nació. La casa de Ángeles está ubicada en la misma calle que la de Mari, y la joven forma parte del elenco de vecinas que acuden a casa de ésta atraídas por el olor de sus platos. Actualmente Ángeles está formándose para ser profesora. “No, no ha cambiado nada”, sigue asegurando Mari. “Bueno, antes venía el frutero hasta aquí, ahora no”. Una vecina que pasa escucha la conversación y se une a ella: “Antes no había agua potable, tenían que venir los bomberos, llenar el aljibe y así teníamos agua”. Mari abre y cierra el grifo de la cocina tantas veces que alguna de ellas olvida que el agua que calma la sed está corriendo sin moderador.
La casa de Mari es grande, tiene dos plantas conectadas por una escalera que sobresale de la fachada y un patio amplio blanco, presidido por un pozo en el medio. Mari tiene dos cocinas: una es la oficial, donde prepara los platos que luego ofrece a sus vecinas; la otra es la “cocinilla”, el lugar donde se reúne con sus amigas en invierno, junto a la chimenea, para jugar a las cartas y beber Anís del Mono. En la primera cocina, entre las estanterías, hay una garrafa repleta de aceitunas recién cogidas que ella misma aliña. En Las Infantas, el 80% de los vecinos se dedican a la aceituna. Los olivos se han ido heredando de padres a hijos. “Sí, ¿no te acuerdas? Nos costaba cada cántaro de agua una peseta”, termina de explicar la vecina.
Mari vivió el franquismo en Las Infantas. Vuelve a encogerse de hombros y sonríe recordando los tiempos de la dictadura: “aquí estábamos tranquilos”, parece que dice para sí misma. Sin embargo, el recuerdo de la historia ha dejado algún que otro grafiti bandido en las paredes del barrio. Una bandera roja, amarilla y morada vigila el paso del tren, pero ningún mayor se quiere mojar. De las 400 personas que viven en los 17 kilómetros cuadrados que ocupan Las Infantas, muchas son jóvenes como Ángeles, que han decidido hablar con las paredes y expresar aquello que enmudece a sus padres y abuelos. A Ángeles le gusta su pueblo. Tiene un niño y se siente afortunada de poder criarlo tan cerca de la naturaleza, entre los saludos de sus vecinos. Su hijo pasa más tiempo en la calle y jugando al aire libre que si viviese en la ciudad. Criándose en un entorno rural y pequeño, el niño se educa sin miedos.

La despoblación nace del prefijo y de las ausencias. La alcaldesa dice que en verano los habitantes aumentan, pero Ángeles expresa ironía ante esa afirmación. Las Infantas no bate records de ocupación hotelera, porque no tiene hoteles. Los atascos son imágenes de televisión, y la hora punta de la operación retorno nunca llega a sus relojes. Esos titulares nunca se refieren a este paraje semidesconocido. Mientras Ángeles acude todas las mañanas a Jaén, su madre se encarga de cuidar a su hijo. Cuando el pequeño esté en tercero de primaria, tendrá que cambiar de colegio y empezar las clases en Jaén, como hizo ella en su día. Cuenta Ángeles que la oferta laboral de Las Infantas es escasa.“Sí, oportunidades no hay muchas, pero alguna que otra persona ha decidido mudarse a nuestro pueblo. Por ejemplo, una familia vino de Jaén y abrió aquí una farmacia”, dice Mari mientras muestra una de las garrafas de aceitunas de su huerto.
La guía de servicios de esta extensión de Jaén se puede enumerar sin problemas: dos bares, una tienda, un centro de salud y la farmacia de la nueva familia, atendidos respectivamente por varios camareros, un dependiente, una médica que acude dos veces a la semana, una pediatra y una farmacéutica. “Para sacar dinero tenemos que ir al pueblo más cercano”, explica Mari.
Ángeles sabe que su hijo tendría muchas más oportunidades laborales viviendo en la ciudad y no en el campo. Son muchos los jóvenes del pueblo que han estudiado en la capital y que luego combinan los estudios con algún trabajo, generalmente en la recogida de la aceituna.
A pesar de los 50 años que las separan, Mari y Ángeles viven con igual preocupación la despoblación de Las Infantas. “¿Querrán quedarse aquí los nietos de mis amigos?”, suspira Mari. Ángeles, mientras tanto, termina de acostar a su hijo después de haberle puesto en el móvil un capítulo de Peppa Pig. “Estamos bien conectados, nadie nos molesta, es el mejor sitio, no sólo para crecer, sino para madurar y convivir”.