Días de cine

Read this article in ENGLISH / PDF de esta revista

Podemos encontrar cines dispersos por todo Sevilla, cada uno con su estilo e historia propios. Muchos han cerrado o se han convertido en comercios modernos. Gracias a la conversación con un antiguo distribuidor cinematográfico, haremos un viaje imaginario al pasado para volver a escuchar las historias perdidas de estos cines.

En el interior de la librería Beta, en la calle Sierpes, se esconde un tesoro. Entre las estanterías de libros de cuentos ilustrados y guías de viaje, oscuras alfombras rojas se extienden a lo largo del pasillo dividiendo el lugar en ordenadas secciones. Una mirada hacia arriba descubre el techo arqueado, que hace resonar la música pop que sale de los altavoces. A medida que me adentro en la tienda, descubro algo peculiar en la sección de cine y entretenimiento: una cortina de terciopelo granate que enmarca un hueco. Esta cortina es un proscenio y la brillante madera sobre la que me encuentro es un escenario. La librería Beta es un cine.

Me entero de que el cine Imperial estuvo en la parte trasera de la librería hasta el año 2005. Mirando hacia el auditorio renovado, veo libros de referencia y literatura de no ficción flanqueando lo que una vez fueron filas de butacas. Arriba, un balcón lleno de libros de ficción de todo el mundo mira al antiguo cine. Me inclino sobre el borde y pienso en las películas mundanas que se han podido estrenar aquí.

Un hombre mayor se me acerca con una sonrisa picarona… Yo sigo callado y ambos miramos hacia abajo a las hileras de libros con etiquetas amarillas.

“No me gusta el cine nuevo ”, dice el hombre con desánimo. Al principio me dejó desconcertado, pero intrigado consideré sus palabras.

“¿Por qué?”, pregunté.

“Creo que no hay buenos escritores, ni buenos guionistas. Una buena historia hace que la gente vaya al cine”, contesta. Su comentario trae el recuerdo de las películas clásicas, y el hombre se ríe, consciente de ello.

“Por cierto, me llamo Pepe y he sido distribuidor cinematográfico durante 17 años”, me cuenta. Pepe, de nombre completo José Luis Martínez, camina hacia las escaleras y me indica con un gesto que le siga.

“Tienes que darte cuenta de que, por aquel entonces, esto era todo lo que teníamos, nada de televisión, ordenadores o teléfonos móviles”, me explica.

Cuando llegamos al final de las escaleras, me doy cuenta de que la librería ha cambiado. La gente se mueve apresuradamente por el vestíbulo, y yo me vuelvo a mirar a Pepe, que me contesta con una sonrisa de satisfacción. Los carteles anunciando nuevas películas sustituyen a los anuncios de nuevas autobiografías. Donde había folletos y mapas, un acomodador observa ahora la marea de personas entrando y saliendo del auditorio.

Veo a un niño entrando al cine y le agarro del brazo. Sorprendido, mira a su alrededor en busca de escapatoria. Tiene un bigote pintado sobre el labio superior y lleva el sombrero calado para taparse la cara.

“¿Cuántos años tienes?”, pregunto con una sonrisa entre dientes.

“Catorce. Estoy intentando entrar”, me contesta al darse cuenta de que no soy un empleado del cine. Al mismo tiempo, Pepe me explica que los niños tenían prohibida la entrada a las películas más subidas de tono. El chico asiente y me doy cuenta de que lleva una bolsa bien agarrada en la mano.

“¿Palomitas?”, pregunto.

“¿Palomitas? No, son pipas”, me dice enseñándomelas. “Mis amigos y yo vamos al gallinero y nos gusta tirarle las cáscaras a la gente”.

Me vuelvo hacia Pepe, que niega con la cabeza y continúa recorriendo el pasillo. Abre la puerta y, según va entrando la luz del día al vestíbulo, el espejismo se desvanece. El brillo dorado de las luces del antiguo cine se atenúa y observo que el niño es ahora Fernando Sáez, un músico local. Mientras me deleito con mi viaje al pasado, me doy cuenta de la riqueza de la historia del cine en Sevilla. Miro a Pepe que me conduce hasta la calle Sierpes, llena de tiendas de ropa y pequeños cuchitriles donde se despachan dulces y bollos. Avanzando pesadamente, me permito un último vistazo a las entrañas de la librería. Veo la alfombra roja, el elegante escenario y el telón transformados.

Pepe y yo caminamos por la calle entre las multitudes vestidas con ropa de diseño y hablando por teléfono y recuerdo el monopolio de entretenimiento que fue el cine en su día.

“¿Cuántos cines había por entonces?”, pregunto.

Me habla de los cines de verano que, como su nombre indica, se montaban durante los meses estivales por toda España y donde se podían ver tanto películas extranjeras como españolas. Comienza a rememorar sus viajes por Andalucía, Extremadura y Madrid, en busca de películas que proyectar en los más de 80 cines provisionales.

“Por aquel entonces, no era extraño que se proyectara una película durante más de un mes”, dice Pepe. “Antes de la era digital, los largometrajes se transportaban en grandes carretes, que los cines tenían que comprar con antelación”, explica.

Nos paramos enfrente de los recreativos Llorens, que fue también un cine que Vicente Llorens abrió en 1915. Pepe me lleva al interior de un oscuro salón de juegos, donde la atmósfera se compone de luces intermitentes de máquinas tragaperras y el sonido que emiten las campanitas que aparecen cuando se gana un premio. Pepe señala con un gesto a las columnas que flanquean el perímetro decoradas intricadamente con formas florales y geométricas. Lo llaman “neo mudéjar”, un tipo de arquitectura española con influencias árabes.

El presente vuelve a desvanecerse una vez más y la habitación se va llenando poco a poco de una nostalgia casi tangible. Veo filas de gente con la vista clavada en una pantalla en frente de ellos donde Groucho y compañía, embutidos en su camarote, comentan lo abarrotado que está. Muy apropiado, creo, considerando la cantidad enorme de personas que hay tanto en la pantalla como en el cine.

Pepe me insta a ir hacia la puerta una vez más, ya que hay más lugares que tenemos que visitar. Obedezco y dejamos a ese absorto público del pasado por la multitud rodeada de tecnología y medios del presente. Continuamos paseando y dejamos atrás la calle Sierpes.

Pepe me lleva hasta el cine Cervantes, uno de los pocos cines antiguos que sigue intacto, en la calle Amor de Dios. Hoy, las puertas están cerradas y pintadas con famosas iconografías de la historia del cine como la silueta de Chaplin, Audrey Hepburn con sus guantes negros fumando un cigarrillo y el casco de un soldado imperial sin cara. Un viejo proyector decora el espléndido vestíbulo. Pepe comenta que esos proyectores eran mucho más difíciles de manejar que los nuevos digitales y que, en algunas ocasiones, era necesario un equipo entero de operadores para su manejo.

De camino hacia la Alameda de Hércules, le pregunto: “¿Cuál es tu película favorita actualmente?”

“En el canal de la Paramount vi Los Puentes de Madison y me gustó”.

“¿Ya no vas nunca al cine?”

“No, todo se puede ver ya a en la televisión. Ponen películas durante todo el día”, contesta Pepe, cabizbajo. Nos aproximamos al supermercado El Jamón y nos quedamos mirando el gran edificio.

“Esto era el cine Regina ”, dice Pepe. Me imagino las luces brillando en la gran fachada lisa, donde estarían las marquesinas. Veo a una chica joven corriendo hacia la entrada y la paro.

¿Te gusta este cine?”.

“Sí, algunas veces vengo y veo películas hasta la una de la madrugada”, me responde con una sonrisa y entra al cine. La conozco, es Lola Suárez, una secretaria de la ciudad. Pepe se une a mí para disfrutar del viaje al pasado.

“Era un trabajo divertido ”, dice con melancolía. Viendo el cine con su antiguo esplendor, me lo puedo imaginar. Jóvenes y adultos quedaban cautivados igualmente por las maravillosas carreras de cuadrigas de Ben-Hur, la inigualable belleza de Rita Hayworth en Gilda, y las numerosas producciones españolas.

“Esto ya no existe ”, comento. “Esta gente está completamente enamorada del cine”. Al no obtener respuesta alguna, miro a un lado y veo que estoy solo. Casi le llamo, pero me contengo y miro hacia las puertas del cine.

“Veamos lo que ponen esta noche”