
Sólo dos mujeres desempeñan en Sevilla el oficio de cochera. Rocío Moreno, que es una de ellas, explica en este reportaje cómo llegó al puesto y cuáles han sido los retos que ha encontrado por el camino.
El sol del mediodía otoñal está en su punto más alto en el cielo y no hay ninguna sombra en la plaza. Entre la gran Catedral de Sevilla, el Archivo de Indias, y los Reales Alcázares, en una larga fila, los caballos esperan bajo el peso de los arreos negros el movimiento de las riendas. Y los gritos de hombres –“„Paseo! „Paseo! Hola, לֹquiere un paseo?”– sobre el alboroto de los turistas que van de un lado para otro. Algunos evitan los caballos con una mirada cautelosa. Son mucho más grandes de cerca.
Se oye el clip-clop de las pezuñas sobre los adoquines y un hombre grita, “„’ta luego!”. Sus compañeros le devuelven el saludo como en un eco. Las oleadas de turistas se cruzan con alguno de los coches de caballos pintados de negro y amarillo, y con su preciado cargamento: la familia típica elevada al nivel de realeza en un escenario casi histórico, si no nos fijamos en todos los móviles. El cochero y su caballo giran a la derecha. Por la izquierda regresa otro cochero para dirigirse al final de la fila frente al Archivo de Indias. Coge los móviles de sus clientes, fotografía al grupo de amigos y los ayuda a bajar. Le pagan y se van, y el cochero se queda solo con su sudoroso caballo. Se dirige entonces a una caja metálica en la esquina de los Archivos y saca de ella una manguera para lavar el caballo. No tiene que sujetar las riendas; el caballo no se mueve. Cuando el agua fresca lo toca, su pelaje blanco se transforma en plata brillante.

El coro de “paseos” comienza de nuevo y es entonces cuando, entre el ruido de las campanas, los gritos y el eco de los cascos de los caballos, una voz suena, más clara, más ligera que las otras. “Hola, לֹpaseo?”, dice la única voz de mujer entre los cocheros. Con 26 años, es más joven que muchos de sus compañeros, pero la confianza de sus gestos demuestra su experiencia. Su nombre es Rocío Moreno Florencio y es una de las dos únicas mujeres que trabajan como cocheras en Sevilla.
Al igual que su apellido, Rocío es morena de piel y de pelo, con unos ojos azules y claros tras unas gafas de montura grande. Una sonrisa enciende su cara. A su lado, una yegua marrón permanece quieta con el sol brillando sobre su pelaje. Aunque la yegua, Daniela, tiene 20 años y una expectativa de vida de 25 a 30, no tiene casi ninguna cana en la crin. A diferencia de los turistas, Rocío está relajada en la cercanía de un animal de aproximadamente 450 kilos.
“Siempre he montado a caballo”, dice para explicar su familiaridad. “Desde pequeña, más o menos desde los cuatro años”, explica; de hecho, no puede recordar ningún momento de su vida en el que no supiera montar. Sin embargo, mientras que otros cocheros aprendieron a conducir de sus padres, ella lo hizo sola, cuando tenía 18 años. Aprendió poco a poco, primero en un equipo de dos, acompañada por otro cochero. “Mi maestra fui yo”, dice, aunque reunió gran variedad de conocimientos de los amigos que también estaban en el mundo de los caballos. “Aprendí de sus consejos. De cada uno de ellos”.
Aun así, encontrar trabajo no es tan fácil como saber conducir. El Ayuntamiento de Sevilla requiere que los cocheros realicen un examen práctico y otro teórico, debiendo demostrar un conocimiento completo de los carruajes y sus partes, del cuidado de los animales que tiran de ellos, así como de sus responsabilidades según las ordenanzas municipales. Además, tienen que conocer las señales de tráfico y la historia esencial de los monumentos más populares de la ciudad. Los cocheros no deben tener ninguna enfermedad ni impedimento físico que “imposibilite o dificulte el normal ejercicio de la profesión”. Después de todo eso, resume Rocío, “debería poderse encontrar un buen trabajo”. Aunque dicho así parece fácil, el trabajo está lleno de malentendidos tanto dentro como fuera del negocio.
En los últimos años, ciudades con mucho turismo han prohibido los coches de caballos en la calle por acusaciones de crueldad hacia los animales. Barcelona los prohibió en 2018, con la excepción de celebraciones tradicionales. Montreal ha prometido retirar todos los carruajes de sus calles para 2020. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, fue elegido en 2013 en parte debido a sus promesas de poner fin a la industria de los carruajes. Sevilla también afronta oposición al uso de caballos para el turismo. Hay comentarios en internet en los que se afirma que no hay agua ni comida para los animales, que están enfermos o heridos, y que los cocheros no saben nada sobre caballos. En cambio, según la ordenanza reguladora de carruajes, los cocheros no pueden darle de comer a los caballos en la vía pública; es una “falta grave” con una multa de 151 a 900 euros, suspensión de la licencia durante uno o dos meses y un apercibimiento de dos años. Un veterinario tiene que asegurar la salud de la caballería cada tres meses. Además, dice Rocío, normalmente un cochero es responsable de tres caballos, uno por cada dos días que trabaja.

“Hay quien piensa que los caballos sufren por estar fuera muchas horas, piensan que nosotros a lo mejor les pegamos, piensan que los tratamos mal, y es todo lo contrario”, insiste. “Los caballos están bien, están bien atendidos, están perfectamente”. Rocío llega a diario a la cuadra a las siete de la mañana para darles de comer, limpiarlos, cepillarlos y ponerles los arreos antes de salir.
Ha llegado su turno en la fila de carruajes y una pareja de mujeres y sus niños se acercan a Rocío. Ella les sonríe y los invita al coche con las mismas simples palabras de siempre, “Hola, לֹpaseo?”. Los ayuda a subir al coche, se asegura de la comodidad de sus clientes con una manta si tienen frío o con la capota si hace sol. Sentada en su asiento del pescante, tira suavemente de una de las cuatro riendas y la yegua cobra vida con paso ligero como si no hubiera estado dormida. Rodean la esquina del Archivo de Indias y se dirigen hacia al río Guadalquivir.
Mientras el coche de caballos se incorpora al tráfico en el muy transitado Paseo de Cristóbal Colón, Rocío va explicando los monumentos por los que pasan. “Aquí está la Torre del Oro”, dice señalando un edificio poligonal que parece recortado de una pintura medieval y pegado en el contorno de la ciudad moderna. Luego cuenta una de las leyendas populares de las diferentes dinastías musulmanas, pero mucho de lo que explica se pierde entre el ruido de las motos que les pasan por la izquierda. Ni Rocío ni la yegua se sobresaltan; simplemente trotan hasta la entrada del Parque de María Luisa.
Rocío y Daniela paran frente a la gran fuente de la Plaza de España y sus clientes se bajan del coche para hacer fotos. Un cochero con un caballo gris grita: “„Venga, Rocío!” Es difícil oír su comentario completo con el ruido de las voces y de los cascos de los caballos en la gran plaza, pero le critica por los cinco clientes que lleva en el coche. La tranquila sonrisa de Rocío se vuelve rígida pero su respuesta es afable; tres son niños pequeños, así que la yegua estará bien. No dice nada sobre su compañero hasta que sus clientes regresan y reanudan la marcha.
“Algunos no quieren mujeres”, explica cuando llegan a un camino sombreado en el parque. Rocío afloja el paso de Daniela para serpentear entre los arriates del camino. “Este trabajo siempre ha sido de hombres, así que no están habituados a las mujeres”. Ha recibido comentarios de este tipo desde su primer día, hace siete años en la Ermita del Rocío, en Huelva. Sólo tenía 19 años. “Al principio tenía muchos nervios, porque es una responsabilidad muy grande”, recuerda. “Recibí muchos comentarios muy buenos y muchos comentarios muy malos: ‘„Como no sabe, no le sale bien!’, pero otros buenos: ‘„Ole tú, que eres una mujer haciendo este trabajo!’” Ahora, dice Rocío, sus días son agradables y se lleva bien con sus compañeros. “Ven que tengo la misma capacidad que ellos, y ya no hay ningún problema”.
“„Oye, Rocío!”, desde un quiosco a la sombra de los árboles, un hombre se acerca al coche arrastrando un cubo lleno de agua. Rocío conduce a Daniela hasta el agua al lado del camino y espera a que termine de beber. El vendedor le pasa una botella a la cochera y charlan sobre sus rutinas del final de la temporada turística. Cuando la yegua está preparada, Rocío se despide con su “„‘ta luego!” y regresan a la Catedral, donde las clientas le pagan y se marchan.
Rocío se baja del pescante y se asegura de la comodidad de la yegua, que ha apuntalado su pierna trasera y reanudado su siesta. Las sombras de los Archivos se han alargado desde que iniciaron el paseo y un grupo de cocheros y caballos relajados espera a los próximos grupos de clientes. Rocío probablemente dará uno o dos paseos más antes de las cinco, cuando regrese con Daniela a la cuadra para quitarle los arreos, cepillarla, hacerle la cama, echarle de comer e irse a las siete o las ocho de la tarde. “Los caballos son mi vida, mi pasión. La verdad, intento mejorar todos los días. Ojalá siga trabajando aquí, teniendo mi casa con mis animales. Siempre con mis animales”, dice Rocío antes de despedirse. •