El corazón del viajero

Carlos González y Reyero with a customer at El Viajero Sedentario / IVANNA QUICENO

Carlos González y Reyero es el corazón del café, El Viajero Sedentario, situado en la popular Alameda de Hércules de Sevilla, un lugar familiar en el que todos encuentran su rincón de descanso. 

Es domingo por la tarde y la luz se escapa ya del cielo. Caminando por la Alameda de Hércules, a tu izquierda, ves un café con un pequeño patio exterior lleno de mesas de colores brillantes detrás de una reja. Una vez dentro, encuentras a Carlos, que hoy trae puesto un suéter amarillo, a juego con su alegre disposición. Él es el jefe de este lugar y trabaja aquí todos los días, menos los lunes porque están cerrados (pero, si estuvieran abiertos, él estaría allí). Mientras limpia unos vasos cuidadosamente, saluda a Ana, que entra en ese momento. “Hola, mi vida, ¿cómo estás? Hace mucho que no vienes”. Carlos se pone de puntillas detrás de la barra para conversar con su amiga. Después de unos minutos charlando, ella va a pedir algo, pero antes de que pueda hacerlo, Carlos le sonríe haciéndole un gesto con la mano, “Ya sé, ya sé”. Ana enarca las cejas, esperando a ver si Carlos acierta. “Té de manzanilla con mucho, mucho azúcar… ¿verdad?” Ana empieza a reírse, “Lo sabes todo, Carlos”.

En medio de una larga fila de bares y restaurantes, El Viajero Sedentario se nos aparece como un pequeño oasis ecléctico, tanto por su estética como por su clientela. Dentro, el olor del café te invita a tomar una taza, se mezclan diferentes idiomas y se escucha música, siempre elegida con buen gusto, aunque lo más impactante son las paredes cubiertas de libros. Hasta 516 títulos entre los que los clientes pueden elegir, como testimonio de que, antes de ser café, El Viajero fue una librería especializada precisamente en viajes, La Extra-Vagante. Gente de todas las edades, nacionalidades y profesiones se reúnen aquí para estar con los amigos, estudiar y a veces para pasar el tiempo con juegos de mesa.

Entre las muchas historias que por aquí pasan, la de Carlos, encargado y nexo de unión entre El Viajero y sus clientes, es la que más nos interesa. Carlos, siempre sonriente y bromista, tiene 27 años, pero su espíritu etéreo lo hace parecer mucho más joven. Es ágil, siempre está en constante movimiento, sirviendo otra cerveza, recogiendo las mesas, bailando con una compañera o incluso haciendo inventario de las existencias. El único momento en el que no sonríe cuando se concentra en el perfecto corazón de espuma que dibuja sobre cada café. El ceño se le frunce y las manos le tiemblan ligeramente, teniendo cuidado de que le salga bien.

A veces engaña y parece un poco reservado, totalmente concentrado en su trabajo, mientras detrás de la barra prepara un té. Pero en un abrir y cerrar de ojos, estará en el patio de fuera hablando con amigos, sentado con las piernas cruzadas mientras sostiene un cigarrillo entre sus finos dedos. Conoce cada rincón y cada grieta de este espacio, como si fuera parte de él, y conoce a todos los que entran en él.

Carlos nació en Nápoles y tiene raíces españolas por parte de padre, testimonio de la época en la que España dominaba el sur de lo que luego sería Italia. A los 16 años, decidió no continuar sus estudios de bachillerato de ciencias. Ser doctor o investigador no era para él. Así que, para poder seguir viviendo con su madre, tuvo que empezar a trabajar. Su primer trabajo fue en una panadería porque estaba cerca de su casa y, sobre todo, era el único lugar en el que le ofrecieron algo. Pero fue allí, en este primer trabajo sin aparente importancia, donde empezó su amor por la gastronomía. De ahí, pasó a trabajar como camarero en hoteles de lujo hasta que un día, cuando tenía 22 años, fue a visitar a su hermana a Marsella. La familia de Carlos está muy unida, y había pasado mucho tiempo desde la última vez que su hermana y él se habían visto, debido a lo exigente que era el trabajo de Carlos. Sólo iba a ir para una semana, pero “una semana se convirtió en un mes, y decidí quedarme allí”, cuenta Carlos con una sonrisa que llena de nostalgia sus ojos. En Marsella estuvo cuatro años, trabajando y perfeccionando aún más su oficio. Aprendió francés, a ser mayordomo, y todo lo que pudo sobre vinos y cómo emparejarlos con la comida. Este espíritu libre convirtió una visita rápida en una estancia prolongada, y sería lo que luego le inspiraría a mudarse a Sevilla.

Este estilo de vida bohemio no le pone fácil poder encontrar novia. “Es difícil para alguien a quien le gusta viajar tanto encontrar una pareja que esté lista para irse a otro país o ciudad de inmediato. Como yo soy soltero, lo puedo hacer, porque nada más que tengo que pensar en mí. Cuando tienes novia, tienes que pensar en ella también”. Al terminar de dar esta explicación, se encoge de hombros como queriendo decir, “¡qué se le va a hacer!”

Un día de junio de este año pasado, Carlos recibió una llamada de su cuñado, dueño de El Viajero Sedentario, preguntándole si podría venir a ayudarle en su café. “Yo le dije que sí, claro. La verdad es que no lo pensé mucho y, por ahora, estoy muy contento”, dice mientras se le escapa una risa y una mirada traviesa asoma en sus ojos. Para Carlos, es importante evolucionar y probar cosas nuevas, y por eso, dos semanas después de esa llamada, Carlos subía a un avión para empezar su nueva vida en una ciudad desconocida. Su curva de aprendizaje en Sevilla ha sido muy empinada. Carlos mira a lo lejos, le da una profunda calada a su cigarrillo y explica, “No sé mucho”, exhala lentamente mientras gira la cabeza hacia mí y cruza las piernas, “pero siempre estoy estudiando, y cuando algo me interesa lo investigo mucho para saberlo todo”. En este momento, su interés principal está en el café y en aprender español, ya que cuando vino a España, no sabía hablarlo.

Cinco meses después, detrás de la barra, puede comunicarse con todo el mundo con una facilidad de nativo. Además del español, en un periodo de 15 minutos, uno puede oír a Carlos hablar francés e italiano. Ahora está charlando con Juan mientras termina de secar unas copas. Como siempre hace, nunca rompe el contacto visual, concentrado en cada palabra que la otra persona dice, por eso aprendió español tan rápidamente y por eso a la gente le gusta tanto hablar con él. “Yo aprendo mucho de la gente, Juan”. Su amigo ríe, recordando cómo Carlos no paraba de pedirle a cada persona que le repitiera o explicara lo que le decían. Con su manera colaborativa de aprender el idioma, también aprende otras cosas. “Creo que también descubro mucho de la vida y”, en ese momento mira hacia arriba y mueve la cabeza ligeramente, como si el techo pudiera darle las palabras para explicar exactamente lo que quiere decir, “pues, descubro mucho sobre mí”. Juan le mira y asiente con la cabeza, mientras sorbe lentamente su café. “Aprendo conociendo personalmente a los clientes”, dice Carlos. “Si los conozco, les voy a poder atender mejor y van a tener una experiencia fantástica”. Señala a un hombre que está sentado en el patio, concentrado en su libro. “Sé que a él le gusta su café con leche fría y que viene aquí para leer en paz, porque en su casa hay demasiado ruido”. Señala luego a una chica que dibuja en su cuaderno. “Y ella pide té de manzanilla y una galleta de limón, y le gusta dibujar a la gente que pasa por aquí”. Juan se empieza a reír, “Lo sabes todo, Carlos”. Cuando ha terminado su descanso, Carlos se despide de Juan y regresa al trabajo.

Aunque ninguna de estas personas se conozca entre sí, él las conoce a todas por sus nombres y gustos; son sus amigos. María Belén acaba de llegar al café y se sienta en una mesa. Es estudiante de la Universidad de Sevilla y está cansadísima después de un largo día, lleno de exámenes. Cierra los ojos un momento y, cuando los abre, ve a Carlos, colocando cuidadosamente sobre la mesa un café con leche con su corazón correspondiente. María Belén relaja los hombros y la expresión cansada de hace un instante se transforma en una sonrisa dulce.

Interior de El Viajero Sedentario / IVANNA QUICENO

Ya son las siete de la tarde y en unos momentos llegará mucha gente buscando un lugar para relajarse después de un largo día. Carlos se retira al exterior de El Viajero para rápidamente liar un último cigarrillo antes de la hora punta. Lo enciende, inhala, se inclina hacia atrás y exhala lentamente, mirando su café. “Es mucho trabajo, pero eso es lo que me encanta”, dice mientras sus manos se extienden como si quisieran abarcar todo el lugar. Sus ojos se ven cansados. Tiene la espalda encorvada después de estar de pie todo el día. Explica que, a veces, es difícil ser amable con la gente y repetir lo mismo. Carlos deja caer la ceniza de su cigarrillo en un pequeño cenicero que tiene a su derecha. “Hoy tenemos pastel de zanahoria, de chocolate, de plátano, etcétera, etcétera”. Mira hacia la calle y sonríe, pero la felicidad no llega a sus ojos. “Hablo con la gente todos los días, y muchas veces cuando me retiro a casa, no quiero hacer nada. Mis amigos y mis dos compañeros de piso me llaman para salir, pero no puedo. Estoy cansado y quiero estar solo”, dice Carlos con expresión pensativa en el rostro. De repente, el Carlos feliz regresa. Sus dedos le acercan el cigarrillo a la boca y, antes de darle otra calada, hace una pausa y me mira, “pero a mí realmente me gusta lo que hago”.

A Carlos le gusta estar siempre ocupado. “Cuando no viene nadie, es muy aburrido”. Da otra calada a su cigarrillo y, cuando exhala, se forma una orla de humo delante de su cara, sonríe travieso y dice, “No hay con quien hablar”. •