Harina, aceite, agua y tiempo

Manuel Ruiz and Sergi Arnán at work in the bakery of La Hogaza in San José de la Rinconada / SARAH KLEARMAN

Cuando la crisis financiera dejó a Manuel Ruiz y Sergi Arnán sin trabajo, cada uno empezó a pensar en trabajar por cuenta propia. Se conocieron en 2010 y, en 2012, la hogaza, su empresa de horneado de pan artesanal, ya estaba en marcha. Desde entonces, la empresa ha crecido pero también se ha enfrentado a bastantes adversidades. Los dos hombres hacen el pan ellos mismos, comenzando a trabajar a las 11 de la noche y a veces terminando nada menos que a las 11 de la mañana del día siguiente.

Manuel conduce mientras Sergi mira fijamente por la ventana del coche. Hace frío —el sol se ha puesto hace mucho tiempo— pero Manuel lleva su ventana abierta tres o cuatro centímetros para poder fumar mientras conduce. El silencio entre los dos hombres es cómodo y de camaradería, llenado sólo por la voz anónima de un locutor de Canal Sur Radio. A esta hora, la mayoría de semáforos parpadean en ámbar, fuera de servicio durante la noche, y no hay muchos más coches por la carretera. Desde el Arco de la Macarena, en el extremo norte del casco antiguo de Sevilla, se tarda aproximadamente 20 minutos en llegar San José de la Rinconada, donde está ubicada su nave. Cuando Manuel se detiene a la entrada, Sergi sale del coche y abre el portón para poder pasar. Cuando llegan, los dos se sientan a una mesa pequeña en la esquina de la parte más grande de la nave, fuman cigarrillos de liar, toman café en vasos y se preparan para la noche que tienen por delante. La fachada exterior de la nave está pintada de blanco y tiene una iluminación fluorescente; es casi un garaje, con un modesto suelo de cemento. Más hacia dentro hay una cocina con mesas de acero inoxidable, dos mezcladoras industriales, sacos de ingredientes y un horno metido dentro de unos muros.

“¿Cuántos kilos del integral?”, quiere saber Sergi.

El pan ya está listo en La Hogaza / SARAH KLEARMAN

“Dos”, dice Manuel, sin levantar la vista del pedido de la noche. Hacen el café en la cocina de la nave, aunque un poco por capricho; la cafetera está rota y le falta un asa. “No hemos tenido tiempo de comprar una nueva”, dice Sergi. Por ahora, la agarra con un paño de cocina, soltando palabrotas al quemarse a pesar del improvisado guante.

Los dos se ponen sus eclécticos uniformes: suéteres, pantalones holgados estampados, voluminosos zapatos negros cubiertos de harina y unos sombrerillos blancos. “Es ropa de trabajo, es cómoda y si se mancha da igual”, explica Sergi. Al final de la noche, sus pantalones, zapatos, suéteres y manos estarán teñidos con manchas de harina blanca y pegotes de masa seca.

Aunque acaban de empezar su jornada laboral a la una de la mañana, los dos están llenos de energía. Ambos tienen un aspecto similar: son delgados y nervudos, mirando a cara descubierta con expresión de determinación. Montaron La Hogaza en 2012, tras conocerse mientras intentaban aprender a hacer pan en el horno comunal de un huerto comunitario de Sevilla, el Huerto del Rey Moro. Antes de la crisis financiera de 2008, cuando perdió su trabajo, Manuel trabajaba en la construcción, edificando plantas solares. Sergi perdió su trabajo en 2008 también, cuando cerró la empresa de ingeniería informática donde trabajaba. Pasó dos años sin trabajo. “Después de cerrar la empresa, empecé a darme cuenta de que no quería trabajar para otra gente”, dice. Completó un cursillo y después hizo una pasantía en una panadería de Bormujos, al oeste de Sevilla. “Esto me ayudó a saber lo que quería hacer, y entonces empecé a intentar hacer pan en el Huerto del Rey Moro”.

Cuando se conocieron, los dos se unieron al Proyecto Lunar, un proyecto del gobierno regional, la Junta de Andalucía, para apoyar nuevos proyectos empresariales. El apoyo que recibieron incluyó la subvención del alquiler de la nave, propiedad del Centro de Iniciativa Empresarial de San José de la Rinconada. Preferirían estar en Sevilla, pero no había ningún espacio disponible.

Manuel Ruíz / SARAH KLEARMAN

El proceso de hacer pan no es tanto complicado como detallado. Empiezan midiendo los ingredientes para los diferentes tipos de pan –tal cantidad de harina para el pan integral, tal cantidad d de sal para los molletes– y lo apartan mientras que una de las dos enormes máquinas de la cocina mezcla la base fermentada. Estas mezcladoras industriales empiezan el proceso de mezclado despacio, van acelerando paulatinamente y después vuelven a reducir la velocidad una vez que la masa está lista. “El proceso depende mucho del tipo de harina”, dice Sergi. “Aunque tenemos la receta, tenemos que observar la masa, porque todo depende de la harina. Algunas necesitan más agua, algunas menos aceite, cosas así”.

Sigue mirando la masa. “Esta harina es de Cataluña, de Lleida”, dice cambiando la velocidad de la batida. “Soy catalán”, anuncia con cierto orgullo en su voz. Originalmente, es de Penedés, de un pueblo pequeño a lado de Villafranca de Penedés que se llama Sant Pau D’Ordal. Su familia todavía vive allí pero su pareja, María, una profesora de biología de secundaria, es de Sevilla. Se conocieron en Dublín, donde los dos fueron a estudiar un año, y finalmente se mudaron a Sevilla. Tienen tres hijos: Unai, de ocho años, Marc, de seis, y David, que tiene casi tres años.

Una vez que Sergi y Manuel están ambos en la cocina, comienzan a preparar una segunda tanda de masa, poniéndola en una segunda mezcladora que parece más antigua. La máquina cobra vida, emitiendo un ruido como el del latido del corazón al mezclar. “Se llama ‘la ruidosa’”, dice Sergi. Se la compraron a una mujer que iba a cerrar su empresa, que les dijo que la había comprado de segunda o tercera mano —y “estamos seguros”, dice Manuel, “de que tuvo más dueños antes”.

Sergi se ríe. “Me gusta ‘la ruidosa’”, dice, “pero si hiciera menos ruido, me gustaría más”.

Manuel sonríe mientras recorre arriba y abajo toda la cocina. Parece que siempre está entrando y saliendo de la cocina para revisar el resumen del trabajo de la noche en la mesa de fuera o dar una calada a un cigarrillo. Tiene los ojos brillantes y la piel aceitunada. Ahora tiene barba, pero las fotografías de una de las ventanas de la nave muestran que su vello facial ha cambiado con los años. Tiene 40 años, pero parece más joven —por su personalidad, quizás, su risilla fácil, aunque nerviosa, y su sentido de humor. “La primera hogaza de pan que hicimos”, dice, “salió fatal. Pero nos la comimos. Y nos hizo ilusión”.

El primer año de La Hogaza, ninguno de los dos cobró. Fue difícil empezar: sus únicos clientes eran sus amigos y vecinos. “Además, habíamos invertido un montón de dinero. Montar una pequeña empresa en España es increíblemente caro”, dice Manuel. “Y lleva mucho tiempo. Tuvimos mucha suerte al principio, y pudimos seguir”.

Este miércoles por la noche es una noche más floja, el proceso de horneado sólo durará seis horas en total. A las seis en punto de la mañana, los dos hombres salen por fin de la cocina, se ponen su ropa normal y caminan hacia el coche de Manuel, deprisa por el frío. Estas noches más relajadas, hacen de 40 a 50 kilogramos de pan; en una noche más movida, pasarán 12 horas en la nave para hacer hasta 150 kilogramos, y no habrá tiempo de sentarse más que para tomar un poco de café o dar una calada a un cigarrillo fuera de la cocina y regresar al trabajo.

En uno de estos momentos más tranquilos, Manuel mira fijamente el reloj, dándose cuenta de que todavía sigue una hora adelantado —se quedó así desde el cambio al horario de invierno para el aprovechamiento de la luz solar hace una semana y media. Lo baja de la pared y le sacude una fina capa de harina antes de cambiar la hora.

Sergi Arnán’s hands / SARA KLEARMAN

Empezaron con un horno de leña en el que cabían 12 kilos de pan; hoy en día, tienen un horno eléctrico en el que pueden caber 40. Sirven regularmente a unas seis o siete tiendas, un hotel y tres o cuatro restaurantes, además de pedidos para clientes particulares. La empresa ha crecido mucho, pero aun así sienten que nada es definitivo. “Seguimos adelante, pero cada día es un reto”, dice Sergi.

Pagan un impuesto al gobierno de España de 350 euros al mes sólo por ser autónomos, 500 euros al mes de electricidad y los salarios de sus dos empleados. “El precio de la alimentación siempre está subiendo, y los impuestos también”, dice Manuel. “Necesitamos entre ocho y doce mil euros al mes sólo para pagarlo todo”.

Apremiante también es la subvención del alquiler de la nave, que termina en junio. Tendrán que elegir entre encontrar un sitio nuevo sin subvención para su negocio o intentar solicitar una prórroga del alquiler que ya tienen. Aunque saben que la prórroga es improbable, si deciden trasladarse a un sitio nuevo, se enfrentarán un fuerte aumento de los costes. Todavía no saben lo que decidirán en junio.

Las noches de los lunes son las más intensas desde el punto de vista de la producción, porque vienen después del fin de semana, y normalmente habrá una fuerte demanda después de dos días sin pan. Se permiten dos días de descanso por semana, los sábados y los domingos. Los fines de semana se dedican a “dormir, comer y poco más”, dice Manuel, riendo. Pasan tiempo con sus familias y sus amigos como pueden, intentando adaptarse a los horarios de sus parejas y amigos, a veces saliendo a tomar una caña o pasando un día entero en casa. Cierran cada año el mes de agosto entero (el de menor actividad de Sevilla, sobre todo por el calor). Después del primer año, decidieron que necesitaban un mes para descansar del trabajo en horario nocturno. “El cuerpo está hecho para dormir por la noche y estar despierto durante el día”, dice Sergi. “El lunes, la primera noche después del fin de semana, es como hacerlo por primera vez. Hablamos con otras panaderías y nos dijeron lo mismo: que el cuerpo se resiente con este tipo de horario”.

Durante el mes de agosto, pasan tiempo con sus familias. El verano pasado, Manuel condujo hasta Alemania en su Volkswagen, viajando por la costa de Francia hasta Dusseldorf, de donde es su pareja, Claudia, quien también trabaja de profesora de biología en un instituto. Ha estado aprendiendo alemán —sabe pedir un café y dar las gracias. Ahora están esperando su primera hija, una niña que se llamará Carlota y que esperan que sea bilingüe cuando crezca. Claudia sale de cuentas el 4 de diciembre —van a provocarle el parto— y durante un momento más tranquilo de la noche, los dos se inclinan sobre la mesa presidida por su cafetera rota y sus tazas, mirando el calendario. Probablemente van a necesitar ayuda la noche del 27. Y desde luego la noche del 4. ¿Sería mejor cerrar desde el primer miércoles de diciembre hasta el martes siguiente?

La madre de Manuel se está quedando en casa de Manuel y Claudia hasta que llegue el bebé. Es de Los Barrios, a unos 200 kilómetros de Sevilla, en la provincia de Cádiz, cerca del Estrecho de Gibraltar. Toda su familia —su hermano, su madre— sigue viviendo allí. Su padre murió joven, pero también fue panadero. “No pudo enseñarme, y nunca me dio ninguna receta, nunca me dijo ‘con 100 gramos de harina, tal cantidad de sal y este tipo de masa se hace el pan”, dice Manuel, “pero aun así siento que es algo de familia”.

La mayoría de las noches, están sólo los dos haciendo pan en la cocina, pero como el negocio ha ido creciendo paulatinamente, han podido contratar alguna ayuda. La empresa tiene dos empleados, incluyendo a Héctor, que hace el servicio de repartos. “Antes de contratar a Héctor, hacíamos nuestros propios repartos”, dice Sergi. “Era bueno para nuestros bolsillos, pero para el espíritu no tanto”.

Una vez, con la ayuda del hermano de Manuel, hicieron 100 roscones de Reyes la noche antes del Día de Reyes, el 6 de enero, que es fiesta en Sevilla y en la mayor parte de España. Aunque tuvieron la ayuda del hermano de Manuel, entre preparación, horneado y reparto, el trabajo duró 23 horas —el día más largo de sus vidas.

También han contratado a Maricarmen, la chica que atiende al público en la nave en San José de la Rinconada. Los martes y los viernes abren al público como una tienda, y venden lo que han hecho esa semana y los pedidos que les han encargado; esta noche, mientras esperan a que esté lista la masa, harán torrijas. Son postres típicos de la Semana Santa de Sevilla: se deja pan un día entero para que se endurezca, se moja en una mezcla de leche, vainilla, huevos y cáscara de limón, después se fríe en aceite de oliva y, por último, se marina en una mezcla de miel y agua, algo que Manuel llama almíbar, una palabra árabe, dice. Lo venderán el viernes, cuando abran la tienda.

“Torrijas”, suspira Manuel mientras Sergi cocina, y la parte exterior de la nave comienza a oler a algo frito y dulce. “Torrijas, torrijas”. Cada uno se lleva una caja de cuatro a casa. “Ahora quedan nueve cajas”, dice Sergi en voz alta, a Manuel, pero también a sí mismo. “Nueve cajas de cuatro para vender a tres euros cada una. Serán 27 euros”.

Aparte del hermano de Manuel y un puñado de amigos, la lista de gente que ha pasado una noche entera con ellos es bastante corta. Los niños de Sergi han venido un par de veces. “Encima, no paran en toda la noche”, añade Manuel.

Sergi Arnán / SARA KLEARMAN

Los padres de Sergi también han venido y su madre hizo mostachones la semana pasada y están planeando venderlos el viernes. Todo el mundo que ha venido ha ayudado con los molletes, panecillos blancos y pequeños para el desayuno. Antes de meterlos en el horno, hay que amasarlos para darles forma ovalada. Una vez que están en el horno, sólo tardan 10 minutos en cocerse.

Los panecillos más pequeños, de aproximadamente el tamaño de un puño, se meten en el horno primero. Tardan unos 15 minutos en cocerse. Luego se enviarán por la mañana a un hotel, uno de los principales clientes de La Hogaza, cuando Héctor llegue a las siete de la mañana para cortar las hogazas más grandes cuando se hayan enfriado. Las hogazas de mayor tamaño pueden tardar en cocerse hasta 40 minutos; normalmente las dejan para el final, después de los molletes, y cualquier otro pedido que tengan. Cuando hacían sus propios repartos, hasta las noches más cortas podían acabar durando 10 o 12 horas: seis o siete horas para hornear el pan más el tiempo de dejarlo enfriar para poder cortarlo, empaquetarlo y, por fin, repartirlo.

Esta noche, sin embargo, después de sacar del horno la última tanda de hogazas grandes, la cocina va perdiendo ritmo. Las mezcladoras están apagadas, el horno se está enfriando y hasta Manuel aminora la marcha. Están cansados, pero no parece que acaben de terminar un turno de siete horas que empezó a las 11 de la noche. “Dormimos lo mismo que cualquier otra persona, de verdad”, dice Manuel. “Dos o tres horas por aquí, otras cuatro por allá. En serio, este tipo de trabajo no es tan agotador como se podría pensar”.

Los dos se quitan los uniformes y pasan a vestir la ropa que traían puesta. La mayoría de los restos de harina que tenían en la cara, manos y ropa ha desaparecido. Cuentan las hogazas para los repartos, los dos de buen humor. Regresarán mañana y el viernes para trabajar turnos más largos antes del fin de semana. Manuel se encoge de hombros al pensarlo y sonríe. “Me siento el hombre más afortunado del mundo, haciendo pan”, dice. •