Yo tuve un curro en la Expo’ 92

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Para los jóvenes trabajadores del recinto ferial de la Exposición Universal, la vida fue mágica. Ganaron mucho dinero y vivieron una extraordinaria experiencia internacional. Seis de ellos lo recuerdan 21 años después, mientras las nuevas generaciones sueñan con encontrar trabajo en plena crisis.

El 20 de abril de 1992, Sevilla abrió sus puertas a millones de personas para la inauguración de  la Exposición Universal. El rey Juan Carlos I y la reina Sofía pasearon por las calles dando el  pistoletazo de salida a la Expo’ 92. Recibiendo a los visitantes estaba Curro, la colorida mascota de la Expo diseñada por el artista alemán Heinz Edelmann que fue quien le diseñó a Los Beatles los dibujos animados para la película Yellow Submarine. El nombre de este sonriente pájaro, con forma semi humana y un arcoíris por cresta, es diminutivo de Francisco, pero también tiene otro significado: curro significa “trabajo” en lenguaje coloquial.

Vinieron millones de personas de todo el mundo a currar en la Expo’ 92, y Lalo Ordóñez, Max  Hartwig, Emilio González Ferrín, Patricia Cabaleiro y Otto Pardo son algunos de los curritos o currantes, que aún viven en Sevilla. Algunos empezaron a currar para este evento ya en 1987 y otros continuaron hasta 1993.

Este mágico evento comenzaba cada día a las nueve de la mañana y seguía hasta las cuatro de la mañana siguiente. Emilio González Ferrín pasaba allí la mayor parte del tiempo trabajando, aprendiendo o de fiesta. Ahora es profesor de Estudios Árabes Contemporáneos en la Universidad de Sevilla. Tenía 25 años cuando comenzó la Expo, y se encargaba de la tienda del Pabellón de Arabia Saudí tras haber estudiado su cultura y haber pasado algún tiempo allí. Acabó siendo un trabajo muy fácil porque “todo el mundo quería cosas nuevas y diferentes”, lo que abundaba en una exposición inundada de cultura. Las bagatelas y souvenirs se vendían  rápido en todos los pabellones.

Sevilla se lavó la cara para la Expo y se adentró en el siglo siguiente con la construcción de edificios, puentes, carreteras y el tren de alta velocidad hasta Madrid. “La Expo fue una gran puerta al mundo tras el régimen franquista”, señala Emilio. Diecisiete años después de la muerte del dictador en 1975, España podía celebrar el quingentésimo aniversario del descubrimiento de América y muchas cosas más. La Expo fue una forma de probar que España era capaz de ofrecer un evento de tal magnitud, que incluía la creación de pabellones para el mayor número de países posible. Aquello ayudó a demostrar ante Europa que España no era un país atrasado y que podía ser un miembro notable de la Unión Europea, a la que se había unido en 1986.

La Expo fue un éxito, especialmente para mucha gente joven que encontró allí trabajo de forma fácil, algo que hoy en día parece un sueño para las nuevas generaciones, que no encuentran trabajo en esta crisis.

“Todo el mundo estaba muy contento con su trabajo”, recuerda de aquellos días Otto Pardo, un experto educador de museos. “Eran tiempos maravillosos. De repente, Sevilla se convirtió en una ciudad cosmopolita”, señala Patricia Cabaleiro, que actualmente trabaja como arquitecta en la oficina de Patrimonio Arquitectónico del Gobierno Andaluz.

Emilio González Ferrín compara su vida de entonces con la típica vida de un estudiante en el extranjero hoy en día. Vivir en la Expo era distinto a cualquier cosa, era una “ciudad diferente” donde “no había ni ancianos, ni niños, ni siquiera perros. Era como vivir en una ciudad sólo para nuestra generación, como vivir en un campus durante seis meses… Todo el mundo se pasaba por el pub Kangaroo por la noche, en el pabellón de Australia”, recuerda. Sevilla estaba a un paso, y aun así la vida era completamente diferente. La gente incluso hablaba otro idioma. “Hablaban de países, por ejemplo: ‘Vamos a almorzar a México’ o ‘Vayamos a cenar a Irlanda’. Vivíamos en otro mundo, un mundo extraño”, dice Emilio. A veces, le recordaba a cómo debía ser vivir en un aeropuerto. Pero todo el mundo estaba contento con su trabajo. “Creo que la gente habría trabajado gratis”, señala.

Lalo Ordóñe z y Max Hartwig, carpinteros de profesión, trabajaron antes, durante y después de la Expo, pero no habían visto nunca antes algo que se le pareciera. Max, de Alemania, tenía 29 años, y Lalo 31. Max explica que se sintió solo como extranjero en Sevilla, porque la cultura era muy familiar. Pero la Expo ayudó a cambiar eso. “La Expo era como una ventana a Sevilla. Antes era una ciudad muy cerrada. Hoy es diferente”.

Lalo y Max trabajaron en la construcción del pabellón suizo y su posterior mantenimiento.  Gracias a su trabajo, podían hablar con gente muy diferente y aprender de ellos. Ambos hicieron amistades para toda la vida con personas procedentes de Suiza.

Patricia recuerda cómo su buena amiga Selva acabó casándose con un hombre al que conoció mientras trabajaba. La pareja se quedó en Sevilla, aunque ella era de Argentina y él de Irlanda.  Hay cientos de historias como ésta.

Emilio, Lalo y Max coinciden en que “todos estaban bien pagados”, a lo que se sumaba el buen ambiente. Emilio pudo comprarse su primer coche y Max ganaba “el doble de lo normal”. “Todo era nuevo y nadie nunca se aburría. A la mayoría de la gente que trabajó en la Expo, le gustó”, señala Max.

Aunque hablan muy bien de lo que se les pagaba, también cuentan que, durante la Expo, España entró en recesión. “En 1991 era ya una realidad, muchos sevillanos no se dieron cuenta hasta que terminó la Expo”, asegura Otto. Se invirtieron más de 971 millones de euros en transformar el lugar que albergó la Expo así como en construir los principales pabellones, y otros 1.658 millones en infraestructuras como el tren de alta velocidad, nuevos puentes sobre la dársena del Guadalquivir y autovías. Los países participantes y las empresas presentes en el recinto invirtieron otros 900 millones de euros. “Para algunos de los trabajadores, la Expo era el único trabajo que habían tenido”, explica Max. Tanto él como Lalo tardaron casi un año en encontrar otro curro tras el cierre del pabellón suizo.

 

EDIFICIOS TECNOLÓGICOS Y TERRENOS SIN EDIFICAR EN LA CARTUJA

Ahora, más de 20 años después, el antes legendario recinto, está plagado de edificios de oficinas, un parque temático (Isla Mágica), el restaurado monasterio de La Cartuja y solares vacíos sin un uso determinado. Tras la clausura de la Expo el 12 de octubre, muchos de los pabellones se derribaron o se reutilizaron. La zona principal de la Expo’ 92 se convirtió en el Parque Científico y Tecnológico Cartuja, un distrito diseñado especialmente para empresas tecnológicas y científicas que poco a poco han dado un uso permanente a este lugar.

Cuando se va allí en horas de trabajo, todo está lleno de coches; después, se queda desierto. Los aparcamientos son de tierra, y el auditorio al aire libre donde se realizaban los conciertos cada noche, permanece vacío. El silencio y la ausencia de gente tras las horas laborables son ensordecedores en un lugar que hace 20 años visitaron casi 42 millones personas, provenientes de más de cien países, 20 organizaciones internacionales, 17 regiones españolas y 20 empresas privadas.