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La memoria de una cámara. El recuerdo de un hombre. Manuel Rodríguez Armesto comparte el relato de su vida como una serie de eventos capturados en el tiempo, enfatizando que cada imagen vale más que mil palabras.
“La primera vez que vi una pantalla de cine supe que eso era lo que quería, ser parte de ese mundo. Así que me convertí en un apasionado del cine, de la fotografía y de los proyectores y decidí llegar a ser un profesional de este ámbito. Es bonito, ¿verdad?
Me llamo Manuel Rodríguez Armesto. Nací en Rusia en 1937 pero me mudé a Sevilla con mis padres cuando era niño. Ni siquiera recuerdo el nombre de la ciudad donde nací. Sin embargo, me acuerdo como si fuera ayer de los comienzos de mi fascinación por el cine y la fotografía.
Mi padre tenía una cámara Kodak y recibía una revista mensual donde se presentaban todos los productos nuevos de Kodak. Esperaba con anhelo esas revistas. Cuando era niño me sentaba y las leía de cabo a rabo. Recuerdo con claridad un anuncio, que atrajo particularmente mi atención, en el que aparecía un matrimonio utilizando su cámara Kodak para fotografiar a su perro en la bañera. La página siguiente mostraba a la familia entera sentada con el perro en la sala de estar, mientras disfrutaban de la proyección de su video casero en una pantalla. Me encantó el concepto de que un haz de luz pudiera salir del proyector para crear imágenes diferentes. Era como magia.
Tengo muchísimos relatos, la mayoría de los cuales me vienen a la mente con sólo sostener una cámara. Recuerdo la noche del 2 de febrero de 1954, en que Sevilla se cubrió de nieve. Yo era alumno de la Escuela de Arquitectura. Estaba en mi habitación mirando por la ventana cuando, de repente, una ráfaga de nieve comenzó a caer del cielo. Eran las once de la noche y no me podía creer lo que veían mis ojos. Quería sacar fotos de aquellos primeros copos pero no tenía mi cámara y no tardó en estar todo blanco. La Alameda, flanqueada de árboles, parecía una postal navideña. Nunca ha nevado en Sevilla desde ese día y parecía un mundo totalmente
diferente. Todavía lamento no haber tenido mi cámara en ese momento.
Unos años más tarde, la Madre Naturaleza atacó de nuevo, sólo que esta vez con agua. Era noviembre de 1961. El Tamarguillo, un afluente del Guadalquivir, se desbordó. El alcantarillado no fue capaz de drenar toda el agua y Sevilla se asemejaba a las calles de Venecia. Viajé en un bote por la ciudad para documentar la destrucción con mi cámara. El agua lo había anegado todo y mucha gente se ahogó o murió de tuberculosis. Las inundaciones duraron 10 días y las tropas españolas y americanas de las bases militares de Rota y Morón vinieron a Sevilla para evacuar a la gente de la ciudad. Al final, numerosos edificios históricos estaban destrozados
a causa del barro y el agua pero en ese momento no me preocupaban los monumentos ya que estaba ansioso por capturar imágenes para preservarlas para el futuro. A través de mis fotografías, así como de un breve documental, pude mostrar no sólo la destrucción de la ciudad sino también la capacidad de Sevilla para sobreponerse a pérdidas de semejantes magnitudes. Aunque las inundaciones se ven como una tragedia, yo guardo en mi memoria aquellas imágenes como un tesoro.
Mi trabajo me ha llevado por todo el mundo y he recopilado miles y miles de imágenes. Por cada foto, hay un relato que contar. Por ejemplo, viajé un verano a Chipiona para fotografiar un festival donde se suelta a un toro de fuego para que corra por el pueblo. Ese año en concreto, se compró un toro joven de Jerez para el festival. La gente pensaba que sería manso por tener uno de los cuernos astillado pero, en vez de eso, resultó ser un toro de corazón salvaje y furioso. Cuando le prendieron fuego a los cuernos, el toro embistió a un hombre y le golpeó contra el suelo. La gente empezó a correr en todas direcciones y me empujaron al suelo con
mi cámara todavía grabando. Un gran grupo de personas se había aglomerado en un balcón de
un edificio cercano para ver el desastre desde una distancia segura, pero el balcón no pudo soportar tanto peso. Vi cómo se desplomaba y dejaba a unos cuantos niños aferrados a la fachada del edificio. El balcón cayó encima de un hombre americano y le rompió un hombro. Entre la adrenalina y el miedo, mi corazón latía a cien por hora. Al toro le llevaron finalmente a la playa donde le clavaron lanzas hasta que cayó muerto. Ahora miro esas fotos y me río de lo absurdo de aquel día.
También utilicé mi cámara para captar imágenes de Semana Santa. Es una ceremonia preciosa que lamentablemente no todo el mundo comprende del todo. Decidí que quería recoger la intimidad de la ceremonia así que puse micrófonos bajo uno de los pasos para grabar las voces de los costaleros, las órdenes del capataz, las pisadas sobre la acera y el tintineo de las cadenas. Propuse para un reportaje la combinación de estas grabaciones con imágenes de la festividad para mostrar lo impactante que puede ser la experiencia.
Las películas y la fotografía tienen la capacidad de humanizar la historia. La industria, sin embargo, ha cambiado drásticamente y la tecnología ha proporcionado a los individuos la capacidad de manipular imágenes. Antes no podías tocar el celuloide porque se estropeaba. Sólo disponías de la imagen que capturabas. Ahora puedes hacer las cosas muy rápido y de forma económica pero no es la misma calidad. Se ha perdido la belleza de las cámaras de antaño. En mi opinión, la industria de hoy es fría e inaccesible.
Aquí, en el mercado, puedo compartir un poco del pasado. La gente sigue comprando cámaras tradicionales, atraídos por una irrefutable belleza que no se puede encontrar en las cámaras modernas. Me gusta vender estas cámaras porque me recuerdan el pasado y la alegría que estas máquinas me proporcionaron. Han documentado mi vida y conservan mis recuerdos. Venderé las máquinas pero en cuanto a mis fotografías personales y mis reportajes… ésos no están en venta”.