Del mar a la venta, puesto 143

foto: Katy Bernal atiende a los clientes en su puesto del Mercado Central de Cádiz. / VANESSA KAHN

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El historiador griego Herodoto describió la antigua ciudad de Gades, hoy Cádiz, como aquella que existe más allá de las Columnas de Hércules, “non plus ultra”, la más preciada posesión en el antiguo mundo mediterráneo. Su objetivo era proteger la codiciada península en la que ésta se asienta para su propio disfrute. En una carta a su madre en 1809, Lord Byron se refirió a ella como “la más hermosa ciudad que jamás vi”. Tres años después, sitiada y bombardeada por las tropas de Napoleón, Cádiz fue testigo de la redacción de la primera Constitución española. Hoy día, Cádiz es el hogar de 100.000 personas así como de parte del mejor pescado del mundo, vendido a diario en su animado Mercado Central. Fundado en 1838, el mercado mantiene una red de vendedores conectados con la historia y con el mar que les rodea.

Encontramos a Katy Bernal con actitud confiada, rodeada por cientos de sus mejores amigos. Interactúa con todos personalmente, como si tuviera que ponerse al día de tres meses de cotilleos. Todos ellos visten de un fuerte carmesí y tonos caros de rosa. Coge uno y acaricia su cabeza como si fuera un bebé recién nacido. Entonces lo parte por la mitad y explica que este tipo de langostino se debe cocinar “con la cabeza, para mantener todo el sabor”. Katy está rodeada por un cuerno de la abundancia de langostinos, crustáceos y mariscos a los que se refiere con orgullo como si estuviera en un pomposo cóctel. Al igual que la península de Cádiz, su vida y la de tres generaciones antes que ella ha girado en torno al mar. Cada generación pasa por la vida como una ola por la orilla, dejando el conocimiento de los peces y el mar dibujado en la arena al volver de nuevo al sabio océano.

Paseando por el mercado en chanclas, se te llenarán los dedos de los pies de agua salada, las fosas nasales del olor de la primera captura y los oídos de las bromas que se intercambian de un puesto a otro. “Esa no es la manera en que hacemos las cosas en Cádiz”, Katy se burla de la idea de quitarle la cabeza a los langostinos, que no sólo le ofende a ella, sino también a su familia y al propio langostino. Señala con orgullo el nombre de “Camilo” grabado en la madera en la parte superior del puesto. “Mi bisabuelo. Abrió este puesto en 1927 “, dice con satisfacción mientras coloca una langosta viva en el mostrador, lista para actuar ante su audiencia y venderse como la pieza central de un típico arroz español. “Mi abuelo y mi bisabuelo y mi marido han trabajado aquí”, dice Katy poniéndose de puntillas para dar un toquecito al cartel sobre su cabeza.

A veces no está claro si Katy se está refiriendo a su familia o a los peces, ya que habla de ellos con la misma tenacidad con la que habla de sus parientes. “Vienen de Cádiz, Huelva y toda la costa”, dice gesticulando con las manos. Luego coge un langostino mientras habla de su amigo Pablo, cuyo puesto está al lado del suyo, y recorre el mercado como un bróker en el parqué de Wall Street al acecho de alguna acción. Katy habla con los otros vendedores con una fluidez que sólo puede desarrollarse tras años de experiencia.

Como cada vendedor parece vender el mismo producto, están unidos por lazos personales que trascienden generaciones. “Juan es el hermano de Pablo y el tío abuelo de Pablo luchó con mi bisabuelo en la Guerra Civil española”, explica Katy. Si unieras los puestos con un hilo para indicar las relaciones de esta red de personas, el mercado sería intransitable. “Todos nos conocemos y todos ofrecemos diferentes servicios; todo el mundo sabe que el puesto de Jorge tiene el mejor corte de atún y, si quieres caracoles, vas al puesto 70. Incluso hacen un plato típico de caracoles con tomate y chorizo si quieres probarlo”, proclama Katy apuntando a un puesto a 100 metros, todavía con el langostino en la mano.

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foto: El puesto de Jorge tiene el mejor corte de atún, según Katy Bernal. / VANESSA KAHN

“Se utilizan diferentes tipos de langostinos dependiendo de qué plato hagas”, dice Katy, con los ojos tan abiertos como los del langostino recién capturado. “Esta es la forma en que el langostino se ha preparado durante años, con sal, con arroz, con pasta, a la parrilla, muy poco ha cambiado en la forma de cocinar los alimentos”. La cabeza de Katy es lo único visible detrás de los montones de marisco. Sin embargo, rodeada de sus amigos, con el nombre de su bisabuelo encima de ella, ocupa más espacio que el que hay detrás del puesto de su familia y emana un entusiasmo que va más allá de las ventas que hace cualquier día. Rara vez pasa un día en que no venda temprano todas las existencias. “Soy realmente popular entre mis clientes”, dice riendo, “pero lo único que hago es ser amable con ellos, los peces hablan por sí mismos”.

La “familia” del Mercado Central no está contenida dentro de sus muros. Al dar un paso afuera, se descubre a los primos perdidos de la familia del vendedor en forma de puestos menos formales que venden de todo, desde erizos de mar a caracoles. Manuel Bari ha vendido caracoles durante 36 años. “Mi padre me lo pasó y vendemos todo lo que nade en el océano en ese momento”, dice cambiando de sitio unas bolsas grandes de caracoles en la mesa, causando una percusión como si las bolsas estuvieran llenas de piezas de mármol. “Simplemente los coges, los limpias y los preparas. Los caracoles son un plato típico de Cádiz”, dice haciendo hincapié en el nombre de su ciudad natal. Coge un caracol de la bolsa y comienza a explicar mientras agita el molusco para enfatizar lo que dice: “míralo bien, coges esto y lo pones en la cáscara y se cocinan con cebolla y pimiento. Es importante que estén vivos”, dice. Manuel le hace señas a un cliente y llena una bolsa de papel con los caracoles que han tenido la mala suerte de ser seleccionados de forma natural por la pala plateada que lleva en sus manos curtidas. “Gracias”, dice el cliente agarrando la bolsa con la mano y acariciando la cabeza de la niña cuyos brazos rodean su pierna. “Adiós, guapa”, le dice Manuel a la niña, sonriendo en todas direcciones desde su puesto arrugando los extremos de los ojos. La niña da un gritito y vuelve a esconderse, como los pobres caracoles en su caparazón. Manuel se ríe y la saluda con la mano mientras se aleja con su padre mirando de vez en cuando hacia atrás al hombre que les sonríe.

“Todos estamos conectados por el mar”, dice Katy saludando a la vez a un cliente que conoce. “¿Qué es lo que necesita hoy, Antonio?”, dice subiendo la voz al hombre encorvado frente a ella. Se apoya con piernas temblorosas para oírla mejor y le explica el plato que va a hacer. “Mira, estos son mejores para eso”, dice Katy cogiendo un pez pequeño y poniéndolo en la mano extendida del hombre. Él lo examina dándole vueltas en sus manos, y el pescado atrapa un destello de luz fluorescente. Katy lo mira con tanto orgullo como una nueva madre, sabiendo que ha elegido el pescado perfecto. “Un kilo”, dice devolviéndole el pescado a Katy, como si intentara pagar con él. Ella lo acepta felizmente, tarareando mientras pesa el pescado. Una sonrisa de satisfacción se refleja en el peso de acero mientras le da la bolsa de pescado al hombre a quien se dirige con afecto. “Hasta la próxima, Diego. Salude a su esposa de mi parte”.