Entre postales y realidades

Exterior of the Shrine of El Rocío / ALEJANDRA CEBALLOS

Franciasca Medina Caro, Almonteña y churrera de tradición en la aldea de El Rocío, es el reflejo de la estacionalidad laboral que afecta a gran parte de los habitantes de uno de los municipios con mayor riesgo de pobreza de Andalucía.

-¿Patricia?

– No, Paqui.

– ¿Cómo lo escribe?, ¿Con K?

– No, con la…

Hace una pausa, no recuerda cómo se llama esa letra. Saca un papel y escribe “Pagui” en letra cursiva. Almonteña, menor de 60 años, residente de El Rocío. Así la describe un operador de Caixa Bank cuando llama a ofrecerle un seguro y ella, al otro lado de la línea, responde que sí.

En la aldea de El Rocío, perteneciente al municipio de Almonte, Francisca Medina Cano es uno de los ocho únicos vecinos de la calle Veta – lengua. Vive en el número 16 con sus tres hijos, en una casa de dos plantas. Alrededor, no vive nadie.

“Al frente, una señora, y dos casas más allá, unos rumanos que están sólo por la temporada de fresas. Algunas casas se llenan en verano, o la gente viene sólo los fines de semana”, dice señalando las construcciones vacías. En la calle, no hay más que una niña jugando y un vecino que pasa a caballo sin detenerse. Es el reflejo de una población de menos de 2.000 habitantes perteneciente al municipio de Almonte, en el que más del 55% de la actividad económica depende del turismo o de los servicios. Así, la diferencia entre el verano y el resto del año es, como dicen los dueños de los negocios, “abismal”.

La dueña de la Churrería Medina aprendió el arte de convertir harina, agua y aceite en el desayuno favorito de muchos andaluces a los 12 años y, desde ese momento, se dedica a esto. Al igual que el 90% de la población de su municipio, no realizó estudios superiores, ni lo hicieron sus hijos, que trabajan ayudándola con los churros los fines de semana, y el resto de días, “en lo que haya”. Juan, Antonio y Manuel decidieron desde chicos que no querían estudiar y ahora se dedican principalmente al campo.

De lunes a viernes, y especialmente en invierno, Paqui está libre para descansar y ocuparse de la casa. Forma parte del 30% de andaluces que desde 2014 se suman a las estadísticas de baja intensidad laboral por hogar.

En cambio, los sábados y los domingos, se despierta a las seis de la mañana y coge alrededor de dos kilos de harina y agua. No hay una medida exacta, simplemente “según harina, según agua”, dice moviendo los brazos tratando de explicar una receta que es tan natural como caminar, que no puede pretender cuantificarse.

Deja lista la masa y, mientras el resto de la aldea apenas despierta, abre la puerta lateral de un cubículo blanco de más o menos cuatro metros cuadrados. Bajo unas letras rojas que dicen “Churrería Medina”, se abre una ventana frontal a través de la cual se observa una vitrina, la máquina de expresos y la de churros.

Calienta el aceite y, de un embudo gigante, sale un hilo grueso de masa líquida que Paqui se encarga de enroscar, formando una espiral crocante y esponjada que va tomando forma en contacto con el líquido hirviendo. Al final, una rosca de más o menos 50 centí- metros de diámetro es rescatada del aceite con un par de bastones de madera con los que es depositada en la vitrina donde será cortada, pesada y vendida a los clientes.

Franciasca Medina Caro en el exterior de su vivienda// ALEJANDRA CEBALLOS LÓPEZ

“Deme un eurito de churros”, dice el primer hombre en llegar. Paqui coge los bastoncitos que acaba de cortar, los envuelve en papel y los pesa. “Aquí hay 1,50, ¿lo dejo así o le quito?”. “Así”, responde el hombre que coge sus churros, un café y se va.

En las primeras horas de la mañana, llegan familias enteras, grupos de ancianos y clientes que compran roscas o “euritos” de churros. Entre tanto, llegan los visitantes de la aldea, cada dos minutos pasan alrededor de 10 coches, también autobuses de la reserva natural de Doñana y tres carretas tiradas por caballos con gente tocando las palmas y cantando en su interior.

Pasa el camión del gas y la churrera compra dos bombonas. Luego pasa quien provee los insumos. “Lo que te deba, te toca esperar, lo que hice hoy ya se me fue comprando el gas”, dice Paqui al hombre, que llega con una hoja blanca y verde en la mano que ella, sin tener que preguntar, sabe que son facturas. Él pacientemente asiente y pregunta qué va a encargar en el próximo pedido.

“Ya se me acabó la mezcla de chocolate, y como vienen las romerías, me va a hacer falta de todo”, dice Paqui, refiriéndose a la semana más ajetreada del año, una celebración religiosa en la que se pueden reunir hasta un millón de personas.

Es la única semana en la que Paqui trabaja todos los días, e incluso necesita de dos de sus hijos en el negocio para poder atender a todos los clientes que vienen.

Este fenómeno religioso, cultural y festivo es la insignia de El Rocío y de gran parte de Andalucía. 119 hermandades afiliadas a la hermandad Matriz de Almonte, realizan viajes de hasta nueve días caminando, en carretas, a caballo, en tractores, motocicletas o automóviles, para celebrar el Lunes de Pentecostés junto a la “Blanca Paloma”, la Virgen del Rocío.

La patrona de Almonte, bajo la bóveda de su blanca ermita-santuario, puede recibir hasta 300.000 visitantes en un solo fin de semana y hasta un millón de peregrinos en la semana de romería.

La leyenda cuenta que la imagen de la Virgen fue encontrada por un cazador almonteño en el siglo XV, y en 1587, con el dinero que el comerciante sevillano Baltasar Tercero envió desde Perú, construyeron la primera ermita. Entre otros milagros, le atribuyen a la Virgen la salvación de los almonteños durante la ocupación francesa, en el siglo XIX. Es en ese momento cuando comienza la peregrinación para agradecer los favores a la Virgen.

El crecimiento descomunal de este fenómeno se vio reforzado por la visita que realizó el papa San Juan Pablo II en 1993, cuando declaró que todos debían volverse rocieros.

Así, 20.000 caballos, 8.000 automóviles, 3.000 tractores y más de un millón de peregrinos se congregan en una aldea que pasa los días casi vacía. Durante la semana de romería, el color, el baile, la música y la exaltación de los sentidos se reúnen en la romería más grande de España.

Interior de la ermita del Rocío con la imagen de la Virgen en el altar principal/ ALEJANDRA CEBALLOS LÓPEZ

Paqui, por su parte, utiliza 20 kilos diarios de harina, y los chocolates, siempre preparados en vasitos de a uno, ahora requieren una máquina de 50 litros de leche para suplir la demanda de los miles de visitantes que pasan por la calle de arena que hasta hace algunos días estaba vacía entre semana.

Frente a la ventana de la churrería, donde antes estaba la casa deshabitada de la hermandad de Ginés, y los automóviles de los turistas aparcados, ahora hay peregrinos y peregrinas vestidos de corto o con trajes de flamenca de colores llamativos. La hermandad ocupa su casa, mientras otras cuatro churrerías se establecen en las esquinas de la adyacente Plaza Mayor y los automóviles esperan a las afueras de la aldea, cuyas calles se vuelven peatonales para los peregrinos.

– ¿Y usted se viste para las romerías?

– ¿Yo? No, me visto de churrera.

Paqui sonríe mientras se retira de la mesa y se dirige a la pared del fondo donde, junto con tres cuadros de la Virgen del Rocío, tiene una foto de su padre vestido de romero.

“Yo sólo voy a misa cuando se muere alguien, pero de chica siempre iba a las romerías y ahora tengo fotos de la Virgen que me acompañan”, dice frente a la foto de un hombre vestido de negro en una carreta decorada con flores de colores.

Según el antropólogo y profesor de la Universidad de Sevilla Isidoro Moreno, Andalucía tiene uno de los menores índices de participación en actividades religiosas de España; sin embargo, grandes festividades como la Semana Santa o las romerías son de las más importantes del país.

En opinión de Moreno y Salvador Rodríguez Becerra, director del Grupo de Investigación y Estudios sobre la Religión de los Andaluces, la alta participación en estas festividades se debe a la posibilidad de identificarse dentro de una comunidad. Cuando el mundo comienza a volverse laico, no es que deje de haber cosas sagradas, es que cada quien decide qué vuelve sagrado y, para esta comunidad, la posibilidad de reconocerse en el otro es aquello que se volvió divino.

Es momento de demostrar el estatus de cada uno, el Hermano Mayor paga los gastos de los hermanos de cada filial. Los hombres a caballo demuestran su superioridad ante los que van a pie por los caminos de arena y los meros visitantes se deleitan con la postal de un evento efímero.

Es fácil imaginarse El Rocío como un pequeño paraíso atrapado en el tiempo, donde las romerías, los caballos y el paisaje son el pan de cada día. No resulta difícil soñar con tiempos en los que hombres y mujeres recorrían las calles de arena a caballo, junto a unas marismas rodeadas de acebuches florecidos, mientras se celebran bodas en la ermita blanca.

Pero es sólo eso, la fotografía de un lugar en el que sólo el 16% de la población es menor de 15 años, en la que los adultos viven de los peregrinos y turistas que vienen sólo los fines de semana, porque entre semana “no hay nada, el pueblo está vacío, los restaurantes se abren sólo por abrir”, como dice un mesero del restaurante Casa Rociera El Frenazo.

En medio de la reserva natural de Doñana, los habitantes de El Rocío pasan los días a la espera de los turistas, del fin de semana, del verano y, sobre todo, de las romerías. Entre tanto, las calles de arena, vacías, se dejan sorprender de vez en cuando por algún poblador que pasa a pie o a caballo entre los árboles y los pájaros, que sí son vecinos del lugar.