
El 17 de agosto del 1990, mi mamá, María del Carmen Moreno, se montó en un avión que la llevó de su tierra, Bolivia, a un nuevo lugar donde se quedaría a vivir durante los próximos 28 años. Una chica de Santa Cruz de la Sierra, mi mamá, de clase alta y estable económicamente, no cabe en el estereotipo de lo que se considera un migrante. En ese entonces no había ninguna crisis política en el país y a la familia Moreno Paz no le faltaba nada, pero hubo problemas de familia muy intensos que hicieron que la vida en Bolivia no fuera posible para mi mamá. Con 17 años y el apoyo de su tía Polly, María del Carmen llegó a los Estados Unidos.
María del Carmen recibió un patrocinio a través del Rotary Club, una ONG internacional que ayudaba a los estudiantes de intercambio a llegar a los Estados Unidos. Al ver la situación tan difícil que vivía María del Carmen en Bolivia, la familia Rooney, que había dado hospedaje a más de 17 estudiantes de intercambio, entre ellas dos primas de María del Carmen, decidieron darle la bienvenida y ayudarla a sacar su visa de estudiante para terminar su último año de la secundaria en Bethlehem, Pennsylvania. Llegó a la casa de Judy, una profesora de inglés como segundo idioma, y Thomas Roney, un empleado de recursos humanos en la compañía de gasolineras 7 Eleven. La familia vivía muy bien, con dos hijas de la edad de mi mamá que estudiaban en Princeton, una de las universidades más prestigiosas en los Estados Unidos. Al llegar, la nueva huésped se matriculó en el Freedom High School, el instituto de secundaria rival del Liberty High School, al que yo asistiría más de dos décadas después.
Cuando llegó, le pareció un país grandísimo y organizado pero el choque cultural era grande. “Me acuerdo una vez que vino alguien a la casa, yo salí para saludar con beso y abrazo y me pusieron las manos en frente para pararme. Había muchas diferencias, desde el sistema de desagüe, tirando los papeles en el baño, hasta el horario de las comidas o el idioma. Yo lloraba mucho. Extrañaba mucho. Contaba los días hasta poder regresar a mi casa”.
Aunque María del Carmen estudiaba inglés todos los días en Bolivia, de 2:30 a 4 de la tarde, no era suficiente para venir a un país donde el idioma te rodea constantemente. En la escuela, los profesores de literatura y gobierno americano la ayudaban como podían, dejándole hacer los exámenes oralmente para que le resulte más fácil que por escrito. En el año 1991, se graduó en el Freedom High School y estaba lista para regresar a Bolivia para estar con su familia.
Su visa expiraba en junio del 1991, pero su prima Claudia le sugirió la idea de quedarse en los Estados Unidos permanentemente para no tener que volver a la situación precaria de la que quiso escapar. Aunque en Bolivia la esperaban con los brazos abiertos para entrar a la universidad, emocionalmente estaba más segura en los Estados Unidos.
Con los 18 acabados de cumplir, María del Carmen tomó la decisión de no regresar a Bolivia y buscó la forma de crearse la vida sola y sin recursos en este país. Su prima la ayudó a conseguir un trabajo como niñera para una familia americana en West Palm Beach, Florida, cuidando a un bebé y a un niño de 5 años. Lo único que tenía que hacer era llegar a su casa.
La familia Rooney, una familia conservadora de Pennsylvania, siempre le expresaba a María del Carmen que las personas inmigrantes que se quedaban en los Estados Unidos les quitaban los trabajos a los americanos y que no era correcto que uno permaneciera en el país sin visado. Sin su apoyo, María del Carmen tuvo que encontrar otra manera de quedarse en los Estados Unidos.

Entró al aeropuerto de Lehigh Valley con un boleto en la mano que le permitiera montarse en un avión hasta Miami y desde Miami hasta Santa Cruz. Pero la familia Frederick, con la que se quedaría como niñera en los seis meses siguientes, le había comprado un pasaje con el nombre Carmen Frederick, y con ese pasaje se quedaría de por vida en un país que no era suyo.
Se despidió de la familia Rooney, y aunque le dio mucho sentimiento decirles adiós, sabía que tenía otra vida mejor adelante. Al verlos desaparecer por las puertas del aeropuerto, María del Carmen regresó al mostrador para cambiar el destino de sus maletas desde Bolivia a West Palm Beach.
En caso de algún problema, María del Carmen estaba preparada. Empacó una maleta pequeña de mano llena de las pertenencias más importantes para ella en esa época, que eran unas mudas de ropa, su anuario del instituto y las fotos que le importaban como adolescente, por si acaso sus maletas no llegaban.
Esos primeros años como niñera no fueron fáciles. Como ganaba sólo 200 dólares semanales y no podía seguir con sus estudios, María del Carmen muy pronto descubrió que ese trabajo no era lo que quería. Sin forma de transporte y nadie para enseñarle a manejar un coche, mi mamá tuvo que aprender a independizarse. Sabía que aprender a manejar le daría más posibilidades de encontrar un trabajo mejor en el que podría llevar a los niños a la escuela y estudiar a la vez. Se pagó cursos, aunque eran caros, sacó su licencia y muy pronto empezó a trabajar con otra familia, una mamá divorciada con un niño, con la que se quedó desde el 92 hasta el 95, cuando se casó con mi papá.
Ahí, finalmente tuvo la oportunidad de estudiar y trabajar. “Yo dejaba al niño en la escuela en la mañana, me iba a estudiar y regresaba a la casa a las doce del día para cocinar y arreglar la casa para ir a buscarlo a las dos de la tarde. Poco a poco fui saliendo adelante y aprendiendo a ser más independiente, a no depender de nadie”.
En 1992, María del Carmen conoció a Miguel Ángel y Lulú Vélez, una pareja mexicana que nunca tuvieron hijos pero que fueron grandes influencias en las vidas de muchas chicas jóvenes e inmigrantes en los Estados Unidos, y a quienes yo hoy considero mis abuelos. Miguel Angel y Lulú -o Tutú y Cachi, como yo los he llamado desde pequeña- apoyaron a mi mamá en unos momentos muy difíciles en su vida.
El 20 de octubre del 1992, con apenas 19 años, mi mamá recibió la noticia que nunca se esperaba escuchar. Ese día era el cumpleaños de su madre, Marlene, y llamó a su casa en Bolivia para felicitarla. La semana anterior, María del Carmen había hecho un curso de autoconocimiento y tuvo la oportunidad de hablar con su madre sobre todo lo que había pasado en Bolivia que causó su migración hacia los Estados Unidos. “Le pedí perdón por haberla dejado, pero ella me dijo: ‘Al contrario, yo te pido perdón a vos porque no estuve ahí para criarte’”. Cuando llamó ese 20 de octubre del 1992 -era un martes, se acuerda mi madre-, todos se pasaban el teléfono. Todos sabían que Marlene no estaba bien, terminando la batalla con el cáncer de mama, pero nadie sabía cómo darle la noticia a su única hija, que estaba a miles de kilómetros de su lado.
“Mis tías se pasaban el teléfono llorando y no me decían nada hasta que al final una tuvo el valor de decirme: ‘Tu madre está agonizando’. Me acuerdo de que en esa época me gasté como 1.500 dólares en conferencias. No teníamos todo lo que tenemos ahora, las ventajas de WhatsApp, Facebook; entonces me gasté todo eso para estar presente en el velorio y el entierro».
María del Carmen se deprimió. No pudo volver a su casa para despedirse de su mamá, y además la vida en los Estados Unidos era solitaria y difícil. Fue un año de mucha dificultad, pero con el apoyo de Miguel Ángel y Lulú, y su propia voluntad de seguir adelante, lo pudo superar.
El año siguiente, conoció a mi papá, José, en una introducción de uno de sus cursos de desarrollo personal, llamado el Foro Landmark. En 1994, se casaron, y María del Carmen consiguió la ciudadanía que le permitiría quedarse legalmente en el país. A los cuatro años, María del Carmen y José esperaban ansiosamente la llegada de su hija, Ana Isabela. Aunque no se quedarían juntos por mucho tiempo después, los dos criaron a su hija con todo el amor del mundo, enseñándole todo lo que podían sobre su cultura, su idioma, su historia, y preparándola lo mejor posible para su futuro.

“Yo no creo que haría nada diferente. Todo ha sido una experiencia de crecimiento. Es lo que me hace la mujer fuerte y valiente que soy hoy en día. Gracias a todas las experiencias pude tener la fortaleza para criar a una hija y sacarla adelante. En las distintas etapas en el crecimiento de mi hija, muchas de las cosas que yo no logré hacer, las logré dándoselas a ella, porque nadie me enseñó a ser mamá. Cada logro de ella es un logro para mí también”.