
foto: Joana Marín trabajando en casa. / SADIE COLE
Aunque Joana Marín Fuste es una trabajadora ejemplar, su identidad profesional no es la única actividad que le confiere éxito.
Bolígrafo en mano, con gafas cuadradas y rojas a juego con su lápiz de labios rojo, cuatro brazaletes en una muñeca, un reloj de oro en la otra y una alianza de boda en la mano izquierda, Joana se sienta erguida con los brazos cruzados de forma educada. Está preparada para cualquiera pregunta, siempre está lista para combatirlas con una respuesta segura.
Joana tiene 67 años y vive en un apartamento espacioso de dos plantas en la Plaza San Leandro, en el corazón de Sevilla. “Me levanto, desayuno y me voy a trabajar”, dice con total naturalidad. “Dejo preparadas las cosas que la asistenta tiene que hacer, la comida y todo”. Después, sale de casa y no vuelve hasta la noche.
Joana recorre el paseo de 40 minutos de costumbre que hay de su casa a su clínica en el barrio de Los Remedios, al otro lado del río. El espacio donde tiene su clínica de psicología fue en su día la casa donde crio a sus cuatro hijos: “Centro de Psicología Clínica y de la Salud”. Su primera cita empieza a las 10:30 de la mañana y la última acaba a las 9:30 de la noche. Se toma un descanso corto a las 12:30, pero no es para ella misma. Durante este tiempo, se reúne con todo el equipo de psicólogos del Centro y alumnos en practicas de la Facultad de Psicología. Estas sesiones clínicas se dedican a debatir casos difíciles, a compartir experiencias y conocimientos. Es una actividad formativa.
“Mi trabajo requiere mucha concentración y atención. Tienes que pensar, ‘¿qué puedo hacer para ayudar a esta persona?’”
Después de ver a su último paciente, Joana camina de vuelta a su casa.
“Cuando llego por la noche, estoy cansada. Mientras estoy trabajando, no noto la fatiga. Trabajo, trabajo y trabajo. No necesito café ni Coca-Cola; no necesito nada. Mi trabajo me mantiene viva”. Joana dice esto humildemente, sin buscar el elogio. Cree en lo que hace y nunca usa su edad ni género como excusa. Para desconectar después de un largo día de trabajo, Joana ve un capítulo del drama histórico El secreto de puente viejo, lee un rato y se acuesta. Una noche lee una novela histórica y a la siguiente un artículo reciente de psicología publicado en una revista. Siempre se mantiene al día sobre los últimos hallazgos de su profesión.
Al lado de Joana, en el armario del recibidor de su apartamento, hay una pila perfectamente organizada que consiste en un libro, La aventura del cerebro, con tres post-its, uno rosa, uno amarillo,
y uno naranja, marcando claramente lo que Joana piensa que es importante. Debajo del libro, hay dos cuadernos abiertos con la escritura cursiva de Joana en tinta negra. Y finalmente, encima de todo, está su colección de post-its naranjas, amarillos, azules, verdes, y rosas, de todas las formas y tamaños.
“Tengo muy buena organización. Yo controlo el reloj; el reloj no me controla a mí. Eso lo tengo que decir en mi favor,” dice con orgullo sobre esta cualidad que fue especialmente necesaria mientras criaba a sus cuatro hijos, se ocupaba de las labores de la casa, hacía las funciones de una esposa dedicada y volvía a la universidad para hacer su carrera de psicología. Cuando Joana tenía 38 años y sus hijos mayores ya habían entrado en la universidad, decidió volver a la universidad también.
“No me sentía satisfecha ocupándome únicamente de los cuidados de la casa. Tenía otras ambiciones”.
Joana no sólo quería volver a estudiar por ella misma, sino también por sus hijos. “Quería que mis hijos y yo pudiéramos hablar de igual a igual. No quería ser una madre desfasada. En primer lugar, siempre estaban mis hijos, aunque después tuviera que dedicar el último momento del día a estudiar. Llevaba a mis hijos a todas sus actividades: al conservatorio, a ballet, a aprender a montar a caballo, a todas las actividades posibles para abrirles puertas”.
Joana vino a Sevilla cuando tenía 22 años para casarse con su esposo, Raúl. “Mi novio me dijo, ‘mira, nos vamos a casar, vente para acá.’ Así que… yo me vine”, dice reflexionando sobre la elección que hizo hace muchos años. “Yo siempre había querido casarme en el Monasterio de Monserrat, en Barcelona, porque en Cataluña, Monserrat es lo máximo, es lo más bonito que hay. Pero no. Mi marido dijo que no, no. ‘Vente para acá que nos vamos a casar en la Ermita del Rocío, en Almonte’”, continua, riendo. Joana dejó su vida en el noreste de España, donde hablaba en catalán con su familia, y vino al sur para formar la suya. El año siguiente a la boda, cuando tenía 23 años, Joana dio a luz a Rocío. El año siguiente, llegó Ruth, un año después Raúl, y finalmente su último hijo, Luis. Cada uno de ellos ha vivido una vida única: Rocío estudió Veterinaria, Luis Arquitectura y Raúl y Ruth Derecho. Aunque Joana contaba con la ayuda de su esposo para criar a sus cuatro hijos, se ríe cariñosamente cuando piensa en su contribución. “Mi marido ha sido el tipo de hombre… —hace una pausa por un momento buscando en su mente la palabra correcta—una buena persona pero ha sido un poco… eh… el prototipo de hombre de su época. Básicamente, él se dedicaba al trabajo y a traer dinero a casa. El resto de las res-ponsabilidades eran mías. Raúl tiene cuatro hijos y siete nietos y nunca ha cambiado un pañal”.
Joana no siente pena de sí misma ni busca el aplauso. Aquellos años están llenos de emoción y gratos recuerdos para ella; no fueron difíciles. Cuando volvió a estudiar, no sólo nunca faltó a una actividad de sus hijos, sino que tampoco faltó nunca a una actividad académica de las suyas. “Nunca falté a una clase”.
Joana terminó su carrera de psicología en la Universidad de Sevilla y pasó a realizar las prácticas en el Hospital Universitario Macarena. Allí, Joana tenía un profesor, el doctor Alfonso Blanco Picabia, quien le dio un gran voto de confianza. Un día le preguntó, “Joana, tú quieres hacer las prácticas en el hospital, pero recuerda que tienes cuatro hijos y que no se puede faltar”. Joana, por supuesto, respondió sin dudar un segundo, “no te preocupes, que yo voy a cumplir”. Y nunca faltó un solo día.
Joana cree que estaba destinada a ser madre y que estaba destinada a ser psicóloga. “Estudié psicología porque yo, de pequeñita, escuchaba en la tienda de mi madre (un supermercado pequeño) las conversaciones que ella tenía con sus clientes.
Siempre hablaba con ellos sobre sus problemas y dramas familiares. Por eso me interesaba estudiar psicología. Fue totalmente vocacional; nadie me lo impuso. Yo estaba predispuesta”.
No sólo fue la tienda de su madre lo que inspiró su rumbo en la vida, sino también el carácter de su madre, María, fue una feminista de su época, que se separó de su esposo durante un tiempo en que el divorcio todavía era ilegal en España y las mujeres sufrían tremendas imposiciones morales en un país fuertemente influido por la Iglesia Católica. La lucha de María transcendió a Joana y continuó a la hija de ésta, Ruth, que es profesora de Derecho Constitucional; dedicando mucho de su energía a problemas de género. Joana sabe que todavía le queda tiempo y planea dedicarlo a su mejor habilidad. Su esposo está jubilado y ella confesa que podría estarlo también, pero se ríe sólo de pensarlo, “¿voy a hacer algo que me guste más que mi profesión? No tengo una alternativa que me atraiga tanto”.
Como terapeuta, Joana no solamente se basa en su habilidad natural para comunicarse y ayudar a la gente. Siempre tiene más que aprender. Joana y su equipo practican la psicología basada en el paradigma conductivo-conductual. Este modelo hace hincapié en que las personas pueden aprender nuevas formas de interpretar los acontecimientos vitales, eliminando esquemas mentales que han ido incorporando a través de la cultura y que han configurado una forma disfuncional de interpretar la realidad y una escasa capacidad adaptativa. “Les damos pautas a los pacientes para que la parte ‘sabia’ de su mente prevalezca frente a la parte racional y la emocional. Se trata de una verdadera pedagogía para que la vida les resulte más agradable”. Aunque Joana sí sigue este modelo, confiesa que con los años de experiencia, ha incorporado también sus adaptaciones personales. Enfatiza el hecho de que usa la imaginación cuando practica, explica Joana. “Si conoces diferentes terapias, la imaginación te permite aplicarlas a cada individuo en particular. Siempre hay que seguir el protocolo que sabes que funciona, pero personalizando la terapia. Es una cuestión de preparación científica, conocimiento y imaginación”. Con el tiempo, Joana ha adquirido una reputación que le ha permitido tratar como pacientes incluso a algunos de sus profesores de la universidad, a quienes ha ayudado con tanta humildad como orgullo.
Joana nunca se acuerda de la fecha ni de la edad que tenía cuando se produjo cada hito en su vida. No porque tenga mala memoria, sino porque la edad no es importante para ella. Volvió a universidad cuando tenía 38 años y nunca se sintió excluida por su edad. Se llevaba bien con sus compañeros y nunca se sintió menos apreciada por ser la más mayor. De hecho, ganó el premio simbólico de “Compañera Preferida”, otorgado por sus compañeros.
“Tengo dos pasiones muy fuertes en mi vida: mis hijos y la psicología. Me produce felicidad ayudar la gente. Pero también me ayudo a mí misma haciendo algo que creo que es bueno”. A diferencia de muchas madres que dejan que sus hijos determinen su vida profesional o que dejan que su vida profesional determine su vida en casa, Joana mantiene el equilibrio entre todas las facetas con energía y pasión.
“Al abrirles puertas a mis hijos, nunca quise dar a entender que me las estuviera cerrando a mí misma”. •