Escapar de la violencia en Venezuela: «Al llegar a Sevilla, sentimos alivio en el alma»

Isabela Madrigal
Abigaíl Grillet-Rengifo, en la tienda comida venezolana donde trabaja, en el mercado de Triana.
PROYECTO DEL CURSO ‘MIGRATIONS IN TODAY’S GLOBALISED WORLD’

Si te fijaras en esa sonrisa tan contagiosa que tiene Abigaíl Grillet-Rengifo, nunca te imaginarías todo lo que ha sufrido en los últimos tres años. La mujer de las arepas, la venezolana con un espíritu joven y libre, ha pasado algunos de los peores momentos que una persona pueda vivir. Desde empezar su propia empresa hasta dejar a su familia para buscar una vida más segura para su hijo, Abigaíl lo ha vivido todo, pero en Venezuela, un país que en el 2001 era el más rico de Sudamérica, llegó el momento en que ya no se podía vivir.

Una presidencia que duró más de una década dejó el país al punto de una crisis cuya destrucción cambiaría el esquema de Venezuela en sólo unos meses.

“Todo el mundo estaba incrédulo ante la situación”, dice Abigaíl, recordando lo rápido que la crisis se desarrolló en su país. Abigaíl medía el problema en relación al cambio del dólar, y cuando el dólar subió desde 6 bolívares hasta 50 en una semana, ella supo que algo no estaba bien. “Los estudios decían que para diciembre iba a llegar a 100 bolívares un dólar. Cuando surgió eso, todos pensamos: ‘¡Ey, algo está pasando!’”.

La muerte de Hugo Chávez en el 2013 dejó atrás una Venezuela vulnerable, polarizada, con altas tasas de crimen y una economía al borde de la crisis. Su sucesor, Nicolás Maduro, en un esfuerzo para reparar lo que quedaba del país, empezó un ciclo vicioso de imprimir dinero que terminó destruyendo la economía del todo. La hiperinflación se disparó, y los productos para cubrir necesidades básicas, como la comida, la electricidad y hasta el papel higiénico, disminuyeron.

“Empezó a escasear todo, todo”, recuerda Abigaíl. “Las cosas más mínimas que tú pensabas que ‘no, eso no es importante’. Literalmente, el papel toilet, uno de los iconos, que la gente decía que no hay papel en Venezuela, no había, no había”.

En esos momentos, Abigaíl ya llevaba un año graduada y estaba en el proceso de actualizar su idea de empezar una empresa de publicidad.

Con compañías como General Motors, Coca-Cola e IBM perdiendo sus inversiones en Venezuela, los trabajadores de esas empresas se estaban reinventado sus vidas, montando restaurantes o tiendas para mantenerse.  Para Abigaíl, esta ola de reinvención era la oportunidad perfecta para montar su empresa, donde diseñaba tarjetas de trabajo y otra papelería para los trabajadores que querían comenzar de nuevo.

Pero aunque le iba muy bien en su empresa, llegó el momento en que ya no podía vivir más en Venezuela. Cuenta Abigaíl que, debido a las amenazas que sufría la educación privada y a la disminución de la seguridad, decidió irse para Panamá con su hijo, y quizás volver cuando las cosas se arreglaran. En una semana, Abigaíl ya había tomado la decisión y comprado los boletos para irse; ahora sólo era cuestión de esperar.

En los pocos meses que tuvo que esperar para poder irse, Abigaíl todavía vivía en una situación que sólo se empeoraba. La crisis en Venezuela no sólo se manifestó de forma económica, sino que también se agravó aún más la inseguridad. Con la desesperación de no tener recursos, vino la violencia, las amenazas y el miedo de no salir con vida.

“Uno vivía allá en una persecución constante”, comenta Abigaíl. “Uno vivía en esa incertidumbre de que te van a robar, te van a matar, te van a matar si no tienes nada, si tienes algo te van a matar igual; entonces uno vivía con ese miedo, esa persecución, esa paranoia”.

Y un día sus peores pesadillas se realizaron. Con su esposo enfermo en casa, Abigaíl salió con su hijo al mercado. Al llegar a la casa, mientras sacaba las bolsas del auto, se acercaron unos hombres jóvenes, muy bien vestidos, adornados con unas pistolas enormes.

“Me pusieron una pistola por aquí, otra pistola por acá”, explica Abigaíl, poniéndose el dedo índice primero en la espalda y después en la sien. Ella les decía que se calmaran, y que les daría las llaves para que se llevaran el auto.

El niño de Abigaíl, con sólo dos años y medio, lloraba en el asiento trasero del auto mientras a su mama la acosaban. Se desabrochó el cinturón de seguridad y salió corriendo hacia su mamá, los dos con miedo y sin defensa mientras eran testigos de su robo.

Los hombres, con la cartera y el móvil de Abigaíl, salieron del espacio muy rápido, amenazando al portero con sus pistolas para que abriera la puerta de los edificios residenciales. A la media hora, Abigaíl y su esposo recibieron una llamada de los atracadores.

“Tenemos tu carro”, le dijeron al marido; “no nos llevamos a tu hijo porque el niño se zafó y se agarró de su mamá, porque si no, también nos lo habríamos llevado. Necesitamos que pagues tanto”.

Pedían unos 300.000 bolívares, relata Abigaíl, una cantidad que no era nada por la seguridad de su familia. Pero aun así, un trabajador de la empresa del esposo de Abigaíl intentó ayudarlos a bajar el precio del rescate del auto, hablando con los ladrones haciéndose pasar por el cuñado de ella.

Sólo entonces descubrieron en qué clase de peligro estaban. Ese ataque no fue coincidencia ni un toque de mala suerte, sino que los ladrones ya habían estudiado a la familia a la que robaban, y conocían las vidas de los Grillet-Rengifo como si fueran viejos amigos.

“No, si ya yo lo conozco”, le amenazaba uno de los criminales al esposo de Abigaíl. “No tiene hermanos, está casado y tiene a su niño. Si no me dan ese dinero, un día de éstos voy a buscarlo a la guardería y me lo voy a llevar”.

Desde entonces, Abigaíl ya no salía de la casa. Con los boletos hacia Panamá listos y su niño en brazos, Abigaíl sólo esperaba el día en que se pudiera montar en el avión y salir de la tortura en que se había convertido su país.

Con la crisis empeorando en Venezuela, países latinoamericanos como Colombia, Ecuador y Panamá se convirtieron en lugares de destino para los que, como Abigaíl, escapaban de la persecución. Globalmente, la emigración venezolana subió casi un 110 por ciento entre el 2015 y el 2017; en ese mismo periodo de tiempo, los venezolanos refugiados en otros países de Sudamérica crecieron desde 89.000 personas hasta 900.000, un aumento del 1.000 por ciento.

Con la nueva corriente de extranjeros, vinieron nuevas herramientas legales y tecnológicas para mantener a los extranjeros, pero también surgió el nacionalismo y la xenofobia. En Panamá, los extremistas han promovido la violencia contra los venezolanos, y la relación entre los migrantes y los panameños se ha puesto cada vez más tensa.

Para Abigaíl, la “venefobia” era muy real. Con su tono de piel claro y su acento auténticamente venezolano, se enfrentaba con mucho rechazo en Panamá. “Yo iba al supermercado con mi mamá, y me decían ‘veneca’”, recuerda sobre el racismo al que se enfrentaba en su nueva vida.

La pobreza aparecía también en Panamá. La comida, el alojamiento, la medicina, todo costaba mucho dinero. Una gripe que le diera a su hijo le costaba a Abigaíl alrededor de 300 dólares. Para ellos, en Panamá no era un refugio, sino un lugar que les ofrecía una vida bastante similar a la que dejaron atrás. “Irme de mi zona de confort para pasar trabajo en un lugar tan parecido, en pobreza, en fealdad, por así decirlo… Yo dije: ‘Bueno, si me estoy yendo, mejor me voy a un lugar mejor’”.

Y en enero del 2016, la familia Grillet-Rengifo finalmente llegó a su verdadero lugar de destino: Sevilla, España. Después de estudiar cuál era el mejor lugar para seguir con sus vidas y olvidar todo lo que dejaron atrás en Venezuela, la familia decidió reunirse con familiares en España, y solicitar asilo político para poder ganar la ciudadanía a largo plazo.

Aunque la llegada fue dura por el frío y la incertidumbre que acompaña a estar en un nuevo lugar, Abigaíl sintió que finalmente podía dejar ir ese suspiro que tuvo dentro tanto tiempo.

“Cuando llegamos aquí y vimos la calidad de vida que podíamos llegar a tener, sentimos un alivio en el corazón, en el alma, en el ser, en la sangre”, dice con una risa alegre. “Nos montamos en ese avión felices de la vida”.

Con su familia unida y el proceso de conseguir la residencia en marcha, Abigaíl se ha podido establecer en Sevilla y encontrar comodidad. Ahora trabaja con su suegra en el Mercado de Triana, donde tienen un local llamado El Majarete 33, donde venden comida típica venezolana, como arepas y el dulce, majarete, que da nombre a su negocio. Después de todo lo que ha pasado, siempre se la puede encontrar ahí sonriendo y feliz de la vida.

La tienda de comida venezolana El Majarete 33, en el mercado de Triana. / Isabela Madrigal