La historia «real»

foto: José María Moreno / ANTONIO PÉREZ

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Los jardines de los Reales Alcázares datan del siglo X y su construcción fue iniciada por el Califa Musulmán de Córdoba, Abderramán III. Tras la conquista cristiana de Sevilla en 1248, los continuaron Pedro I y sus sucesores. Hoy, los mantiene un equipo de 28 hombres y mujeres muy entregados.

Están las historias: la historia, las leyendas y las anécdotas.

Está el árbol más antiguo de los jardines, un naranjo sembrado por el Rey Pedro I en el siglo XIV. Es abrupto e irregular, con el tronco moteado inclinado hacia la izquierda, y el letrero pequeño que señala su importancia parece más fornido que el mismo árbol.

Está la columna grabada con el nombre de Almutamid Ibn Abbad, un rey poeta del siglo XI que pidió que se plantara una serie de melocotoneros para su mujer. Cuando florecían, los pétalos haciendo espirales en el viento se parecían a los copos de nieve que la reina añoraba de sus días en Granada.

Está el suave crujido de las nueces que han caído a la tierra negra, que a la abuela de Felipe VI, el rey de este siglo, le gustaban tanto que solicitaba una caja cada Navidad.

Es miércoles por la mañana y la primavera se mece ingrávida en el aire; los recuerdos del invierno se desvanecen en los brillantes rayos del sol. La brisa corre a intervalos entre los árboles —un surtido de cipreses, palmeras y frutales— que enciende los sentidos con el aroma de la vegetación recién cortada y la tierra removida. Al entrar por el Patio de Banderas, todo recto hacia los jardines, el Estanque Mercurio queda a la izquierda. Basándose en el ingenio y la mitología de los romanos, el estanque rectangular solía usarse como sistema de irrigación de los jardines; la figura del dios mensajero, Mercurio, se alza en el centro. Ahora, hace de hogar para un enjambre de peces glotones que mueven los ojos dorados y salen dando boqueadas cuando los turistas esparcen migas de pan sobre la masa de escamas grises. Ésas son las dos primeras cosas que verás: el estanque y los turistas. Y, detrás de ellos, los jardines del palacio real más antiguo de Europa, los Reales Alcázares de Sevilla, se extienden ante ti invitándote a explorarlos.

Sigue el camino de cerámica pintada hasta las terrazas de los jardines musulmanes, donde te encontrarás cara a cara con los árboles de cítricos. Sobre ti, flores púrpuras cuelgan de enrejados blancos. Sigue el camino de tierra amarilla compacta hasta la Huerta, donde una hilera de bancos proporciona el espacio perfecto para disfrutar de una lectura relajada a la sombra de la buganvilla y sus flores finísimas como el papel. Sigue el camino de gravilla hasta los Jardines Ingleses, donde encontrarás setos que se alzan por encima de tu cabeza y se retuercen formando un laberinto lleno de niños gritando y jugando. O, en vez de empezar por ninguno de ellos, sube por la escalera que va a la Galería de los Grutescos, donde los soldados patrullaban y defendían la fortaleza, y desde donde actualmente se puede disfrutar de una vista de toda la propiedad. Están los sonidos de los jardines, la espuma de las fuentes, el piar de los pájaros, el susurro de las hojas, la corriente constante de charla en muchas lenguas. Están las vistas, con hojas más grandes que una cabeza humana, acribilladas a mordiscos de orugas, las magnolias de Sudamérica y el bambú de China, y sobre todo, la Giralda asomando en el horizonte, esbelta como una palmera. Y están los nombres: la Costilla de Adán, la Puerta del Privilegio, la Oreja de Elefante o el Jardín de los Poetas.

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Sumérgete en todo esto y te inclinarás a creer que el Alcázar es un lugar Mágico, con M mayúscula.

Pero eso sería una interpretación incorrecta.

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foto: Una columna recuerda el exilio de Almutamid Ibn Abbad, el rey poeta que vivió en el Reales Alcázares durante el siglo XI / ANTONIO PÉREZ

Cuando lo llama José María Moreno, 50, su guía personal de hoy, Antonio García Burgos sale de debajo del árbol en miniatura que está podando y se quita un guante para darle la mano. Es un hombre de estatura media, con cabello de sal más que de pimienta, y el comienzo de una barba adorna su sonrisa. “No, no es mágico”, dice, mirando con sus ojos castaños, ahora serios, desde detrás de sus gafas, “sólo es muy antiguo”.

José María y Antonio son dos miembros del equipo de jardinería de los Reales Alcázares. El grupo se compone de 28 trabajadores: un supervisor, cuatro oficiales de primera, ocho oficiales de segund, nueve peones, dos empleados de mantenimiento y un fontanero.

“No siempre he querido trabajar aquí”, confiesa José María. Mantiene un gesto impasible al hablar; unas líneas delgadas trazan el paso de los años y del sol en su piel. Tiene el cabello lleno de rizos negros y desteñidos, y una barba incipiente y canosa cubriéndole el mentón y las mejillas muy parecida a la de su amigo Antonio. “Estudié electricidad pero éste era el único puesto disponible. Así que hice el examen y entré como peón”. Va cambiando el peso de una a otra de sus botas raspadas mientras explica: “El peón no tiene una tarea concreta. Es el puesto más bajo: sobre todo, limpieza o asistencia a otros”. Hoy, sin embargo, en lugar de pantalones de pana y suéter verde, José María lleva un chaleco con la insignia de la corona con las siglas RA. “Hoy en día, soy oficial de primera y tengo más responsabilidad. Podo árboles y setos pero también doy instrucciones y asigno tareas a otros”.

“Hay una serie de regulaciones que tenemos que seguir para mantener los jardines”, cuenta José María, pasando la mano por los setos y haciendo temblar las hojas en miniatura y mostrando una delgada línea de suciedad bajo cada una de sus uñas. “Qué formas debería haber y dónde, a qué altura deben estar, etcétera. El director puede introducir cambios, pero las reglas son las mismas, más o menos”.

“Hay exámenes para todo. Hice uno cuando empecé como peón y otro cuando ascendí a oficial de primera”. Arranca una hoja a un naranjo y, cruzando al otro lado del jardín, la compara con una hoja de otro. Son diferentes: la primera parece una lágrima que va disminuyendo hasta el tallo; la segunda parece apretada en la punta. La primera es de un árbol de naranjas dulces que se pueden comer y la segunda es de uno de naranjas amargas para hacer mermelada. “Durante mi examen para ascender a oficial de primera, me dieron ramas y hojas del jardín y tuve que identificarlas todas por sus nombres”.

José María se agacha detrás de las agujas de un árbol de hoja perenne y saca una trampa para insectos en forma de cono. Corta las tiras de plástico para abrirla, saca de un pellizco el caparazón arrugado de un escarabajo y lo inspecciona. “Uno de nuestros trabajos es comprobar el buen estado de todos los árboles. Ahora estamos teniendo problemas con los picudos rojos, un tipo de escarabajo de África. Se alimentan sólo de un tipo de palmera pero comen del interior y hacen mucho daño antes de volar a la siguiente. Si no podemos hacer cirugía, vamos a tener que cortar el árbol”. Se sacude la tierra de las manos y sigue hacia la siguiente zona de la Huerta, con el suéter lleno de copos de polen y corteza y hojas pegadas. Escudriña las ramas que trepan por las paredes, señalando las hojas marchitas, amarillas y moteadas, y dice, “Éstas están enfermas. A veces no les da lo suficiente el agua o el sol, o la tierra no está bien nutrida. Vamos a añadir fosfatos, potasio, nitrógeno y cosas así”.

Continúa su camino por la tierra parda de la rosaleda. “La poda es el trabajo más peligroso de todos porque necesitamos andamios y soportes para subirnos ahí arriba. Es muy complejo y tenemos que estar pendientes de si se cae una rama para asegurarnos de que no le da a nadie. Pero trabajar el suelo también puede ser difícil”, añade rodeando una máquina con hélices de cuchillas. “Usamos esto para remover la tierra y dejar que entre el aire. Es difícil de manejar porque tenemos que tener cuidado para no dañar las plantas”.

José María es reservado y amable, y tiene mucho que compartir sobre su profesión. Está dedicado a su trabajo, lo disfruta y —lo que es más importante— la gente disfruta trabajando con él. Sonríe a la mujer que friega la entrada cuando ella agita el mocho regañándole afablemente por pisar el mármol recién fregado. Se ríe cuando Antonio menciona que José María “puede ser más joven en cuanto a experiencia, pero es igual de viejo que yo”. Le da una palmadita en la espalda a Loli Cárdenas cuando ella se para para charlar, apoyada en su pala. Él niega con la cabeza al ser fotografiado entre los árboles por un jardinero que pasa felicitándole por su primera comunión. Se trata de una broma porque muchas niñas se hacen las fotos aquí justo antes de recibir este sacramento de la Iglesia Católica.

“Vamos”, dice José María, cogiéndote del brazo. “¿Qué más quieres saber?”