Trabajando con pasteles

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El descubrimiento de un reloj de pie, supuestamente perteneciente a la confitería La Campana, desata una sabrosa visita a uno de los establecimientos más antiguos y más queridos de la ciudad.

Ha conocido una REPÚBLICA ESPAÑOLA, dos dictaduras y tres monarcas. Ha vivido la creación del Museo de Bellas Artes en 1904 y la inauguración del Metropol Parasol, o “las Setas”, en 2011. Ha vivido las primeras elecciones democráticas municipales en 1979 y la Exposición Universal en 1992. Ha visto procesiones de 128 Semanas Santas y 128 años de transformación de la ciudad. Es la confitería La Campana, uno de los establecimientos más famosos y de mayor antigüedad de Sevilla. Situada en la Campana esquina calle Sierpes, en el corazón de la ciudad, esta confitería preserva la Sevilla del pasado. A la derecha tiene un Cien Montaditos, a la izquierda un McDonalds, y un Starbucks al cruzar la calle. Desde su fundación en 1885, La Campana ha visto cómo sus alrededores se han transformado en una bulliciosa meca del comercio y el turismo. Pero la confitería permanece allí, como una estatua, casi inalterable aunque el mundo se mueva con estruendo a su alrededor.

Una mesa de su terraza en un día soleado es el lugar ideal para sentarse a observar el mundo. Las bocinas de los coches suenan y los motores de las motos rugen en las calles, mientras parlanchinas multitudes de sevillanos cargados de bolsas, turistas con mapas, grupos de estudiantes y artistas callejeros tocando el acordeón van de aquí para allá atestando La Campana. Los transeúntes se paran a menudo en alguna de las mesas de la terraza para saludar con dos besos a un amigo que está allí sentado o a algún familiar. “Si te sientas en la terraza el tiempo suficiente, casi seguro que ves pasar a alguien que conoces”, dice Carmen García, de 27 años, empleada y camarera desde hace tres años y medio y nativa sevillana. En un intervalo de 10 minutos, una familia que estaba allí sentada serendipiosamente saluda a un familiar, a una monja y a una profesora que pasan por la concurrida esquina.

“Quiero el pescado ”, pide un joven sentado en la terraza a la camarera, con un marcado acento inglés mientras ella se vuelve a mirarle perdiéndose la comanda en la traducción.

“¿Tú sabes? Eso que parece como pez”, dice el chico mientras pone cara de pez.

“¡Ah! ¿Peces Nata?” pregunta la camarera, refiriéndose a uno de los pasteles rellenos de crema.

“¡Sí!” exclama el inglés, visiblemente feliz por su éxito sorteando la barrera lingüística. “La Campana”, reflexiona mientras la camarera se aleja. “Mira esas chicas. ¡Mira cómo van vestidas!”.

Los trabajadores contribuyen a la personalidad del comercio con un toque anticuado en la vestimenta: las mujeres llevan mandiles azules y blancos (que recuerdan a las lecheras tradicionales suecas), y los hombres chalecos de rayas y pajaritas. Fuera, la diversa clientela varía desde una pareja de ancianos sevillanos hasta familias de turistas que juntos disfrutan de uno de los lugares más queridos de Sevilla. “Los turistas vienen con las guías en la mano”, bromea Carmen. “La Campana es un destino turístico en Sevilla, ¡lo mismo que la Giralda!”.

En noviembre de 1885, Antonio Hernández Merino regresó de Filipinas, donde hizo fortuna como terrateniente en Manila y construyó La Campana en el corazón de Sevilla. El edificio en sí lleva en la misma esquina desde 1734 y Merino le puso a su confitería el nombre de la plaza en la que fue construida. El interior se diseñó en un lujoso estilo neo-mudéjar, con reminiscencias islámicas. Entre otros manjares, comenzaron a vender dulces típicos andaluces como las yemas sevillanas (unas pastas hechas de yema de huevo), merengues y polvorones, que son los mantecados españoles.

Desde su construcción, La Campana se estableció como un sello de la cultura sevillana. La confitería no es sólo una institución de renombre, sino que también apareció en Currito de la Cruz, una película de temática taurina de 1948 basada en el libro de Alejandro Pérez Lugín. La Campana también tuvo su papel en la novela de 1995 La piel del tambor de Arturo Pérez Reverte. Muchos famosos españoles han frecuentado la pastelería, incluidos los cantaores El Caracol y Lola Flores. Hasta la proclamación de la Segunda República española en 1931, La Campana era proveedor oficial de dulces de la familia real y el rey Alfonso XIII iba allí durante sus visitas primaverales a Sevilla.

Tras una renovación histórica con motivo de sus primeros 100 años en 1985, el establecimiento actual no es muy diferente de aquél de principios del siglo XX. La propiedad ha ido pasando de generación en generación en la familia Merino y ahora la cuarta generación, Borja Hernández y su primo José Antonio Hernández, ha heredado la confitería. Aunque los tiempos y los propietarios han cambiado, la tradición sigue siendo la misma.

No es sólo un negocio familiar, sino un negocio que funciona como una familia. “¡Mi parte favorita de trabajar en La Campana es Carmen!” bromea Raymundo, o Ray, un dicharachero camarero de La Campana de 29 años. “Todos los compañeros somos buenos amigos, nos divertimos trabajando juntos como una familia”. Ray, oriundo de Córdoba, lleva viviendo en los Remedios 10 años, y coge el autobús para ir a trabajar a La Campana casi cada día desde hace seis años. Algunos días Ray trabaja en un turno regular de nueve de la mañana a cinco de la tarde, y otros días debe comenzar a las cuatro de la mañana para hacer los preparativos del día.

Al lado de sus modernos vecinos, La Campana parece traída de otro siglo. En la fachada de madera hay flores talladas, imágenes de mujeres vestidas de lecheras cubren las ventanas y, en la parte superior, “La Campana” está escrito en letras doradas que contrastan sobre un fondo azul. En primavera, colocan dulces de todo tipo en los expositores, incluyendo coloridas bomboneras con capas y capuchas portando velas como los nazarenos de Semana Santa. La gente en la calle se arremolina frente al escaparate y miran embobados los pasteles, las tartas gigantes de chocolate y las cajas de caramelos envueltos con lazos.

Según Ray, La Campana también hace dulces especiales para Navidad, la temporada más activa, llamados mantecados. “A mí no me gustan mucho los pasteles”, afirma Ray, una declaración sorprendente viniendo de alguien que lleva trabajando en una confitería seis años, “pero mis favoritos son los merengues de La Campana”.

Entrar en el establecimiento es como volver atrás en el tiempo. Unas columnas blancas se extienden desde el suelo de azulejo hasta los delicados gravados del techo blanco y bronce. Tras el mostrador cuelga un enorme y recargadísimo marco con una pintura de querubines que recuerda el estilo de Miguel Ángel. Una abarrotada barra de madera recorre la pared tras una de las muchas vitrinas de cristal, cada una llena de una variedad de dulce, incluidos 10 sabores diferentes de helado, tartaletas de fruta, palmeras, magdalenas y mucho más.

Carmen recuerda ir a por dulces a La Campana cuando era niña, especialmente a por las milhojas de turrón. Ahora tiene una gran ventaja: “Lo que más me gusta de trabajar aquí son los pasteles gratis, ¡claro!”, dice entre risas.