
“Zoe, tienes que ver este vídeo. Mira, ¡mira!»
Acabo de entrar en nuestra habitación y Ryley me pone su móvil frente a la cara, riendo con tanta fuerza que parece que hasta le podría doler. Siempre se ríe como así, con los ojos cerrados y un sonido explosivo. La he oído desde el otro lado de la puerta, pero ahora, cuando estoy en el mismo cuarto, el sonido es contagioso.
Ryley está acostada en su cama, entre los montones de ropa y cajas que cubren el suelo. Su ropa no parece ser de la misma persona, sino de tiendas de segunda mano, del armario de su madre, de la nueva colección en Urban Outfitters, ropa cosida a mano. Aunque vayamos a mudarnos mañana y Ryley haya pasado en nuestro cuarto tres horas, solamente puedo ver cinco camisetas en una caja. Ella sabe lo que voy a decirle y me interrumpe antes de que pueda hablar.
“Mira, quería empacar pero entonces aprendí la importancia que la industria de los frijoles de soja tiene en la economía mundial y tenía que aprender sobre ello”.
Inmediatamente, se sienta erguida sobre su cama y empieza a explicarme exactamente qué ocurrió con esa industria durante los dos últimos años. Eso es habitual en Ryley, estudiante de periodismo, pero más que eso, ella es una narradora. Mientras ella habla, enreda un mechón de pelo entre dos dedos de su mano derecha –una costumbre que ha tenido durante tanto tiempo que ahora hay un rizo permanente en su pelo. Su móvil vibra, lo mira por un instante y continúa con su historia.
Habla rápido, como si estuviera preocupada de que sus pensamientos pudieran escapárseles si no los expresara en voz alta inmediatamente. A veces pienso que podría hablar durante días sin parar si nadie la interrumpiera o que cualquiera podría escucharla durante días sin querer interrumpirla. Su móvil vibra y ella continúa como si no lo oyera.
Ryley se describe a sí misma como “baja en talento, pero alta en entusiasmo”, aunque cualquiera que la conozca solamente podría estar de acuerdo con la mitad de esa declaración. Su vida está llena de historias únicas. A veces, esas historias se le escapan cuando está hablando. Menciona por casualidad la vez cuando participó en un maratón de patines cuando tenía diez años, o cuando participó en el concurso nacional de baile tap cuando tenía trece años, o cuando corrió un maratón cuando tenía dieciséis años. “¡Terminé la maratón en ocho horas! ¡Ultima, muerta!”, exclama con orgullo.
Su móvil vibra otra vez. Habiendo terminado con su historia, lo sostiene en la mano izquierda, mirando a través de páginas de mensajes y anuncios que ha recibido durante los últimos treinta minutos. Sigue haciendo girar su mechón de pelo con la mano derecha. Como si hubiera tenido un idea ingeniosa, Ryley deja caer su móvil y su olvida del pelo, y empieza a mover las manos frente a su cuerpo como si estuviera cogiendo algo en el aire. “¡Necesitamos café!” Otra costumbre de Ryley —el uso del plural. Si alguien está en la habitación con ella, es un compañero que debe estar también estar lista para vivir una de sus aventuras.
Hoy, dos años después de esa escena, Ryley ya no es mi compañera de cuarto. Vivimos en países que está en extremos opuestos del mundo. Todavía hablamos a través de Facetime tanto como podemos. Incluso cuando está encapsulada en un móvil, su energía nunca puede ser contenida. Cuando su primer artículo fue publicado en un periódico muy famoso, la llamé para felicitarla. Ryley respondió en el segundo tono.
“No hemos hablado desde hace 4 días. Cuéntamelo todo. Ahora. ¡Ahora!”