
Rocío Almarcha es ceramista, profesora y madre. En este reportaje reflexiona sobre su recorrido como artista y todo lo que ha aprendido compaginando estos tres papeles en su vida.
En el refugio de un taller que ocupa la planta baja de un viejo edificio en la calle Hombre de Piedra, a sólo una manzana del bullicioso mundo de la plaza de la Alameda de Hércules, Rocío Almarcha está sentada frente a su mesa de trabajo, llena de pinceles de todos los tamaños. Con movimientos precisos, como si de una segunda naturaleza se tratara, su mano se mueve constantemente sobre la superficie del azulejo, dejando en él un rastro de color. Su cabello oscuro enmarca suavemente un rostro ovalado y unos ojos almendrados que se arrugan ligeramente mientras enfoca la mirada. Aquí, su creatividad se manifiesta en forma de piezas cerámicas. Con una voz tranquila y segura, Rocío afirma: “Esto es parte de mí”.
En este taller realiza trabajos únicos para sus clientes. En el pequeño patio, en la parte trasera del estudio, hay una estantería de madera roja descolorida, con todos los estantes llenos de esmaltes de todos los tonos. Son combinaciones para crear muestras en los azulejos, cada uno pintado con distintas gradaciones de color para determinar el tono exacto. Rocío colabora con sus clientes para tener la libertad de involucrarse en el proceso, para diseñar un trabajo personalizado hasta el último detalle. Este factor es algo que la distingue de otros ceramistas y le da una gran calidad a sus obras. Rocío no necesita anunciar su trabajo o usar las redes sociales, como es común ahora, a fin de tener clientes. Recibe todos sus encargos gracias al boca a boca.
Sin embargo, por mucho que se esfuerce en controlar el resultado final de su trabajo, siempre hay algunos factores que son producto de la casualidad. “Nunca sabes cómo van a terminar las piezas después del horno. Siempre es una sorpresa, para bien o para mal. Pintas como piensas, pero cambian totalmente después. A veces, cuando abres el horno, las cosas están rotas. Es maravilloso por eso, porque siempre es una sorpresa, pero también es un rollo”, comenta Rocío.

Rocío siempre ha tenido afinidad con las Bellas Artes, pero no fue hasta su cuarto año en la carrera que descubrió su pasión por la cerámica. “La cerámica engancha. Sólo manipular el barro ya relaja. Te hace falta nada y crear cosas bonitas engancha mucho. Es un campo muy amplio y casi infinito. Hay muchas cosas que aprender de los esmaltes, de los distintos tipos de barros, de los moldes, de las técnicas”.
En 1998, cuando estaba en el quinto y último año de la carrera de Bellas Artes, además de realizar estudios adicionales de cerámica, Rocío estuvo trabajando junto a su profesor de cerámica en algunos proyectos de restauración en Sevilla, en iglesias, y también en uno de los suelos del famoso Real Alcázar de Sevilla, el del Salón de Carlos V. “Sevilla tiene una gran historia en la cerámica y una tradición muy antigua. Hay gente que está investigando otros tipos de cerámica, un poco más de moda y más moderna, pero ambos conviven aquí”, señala la ceramista.
Con el pago de los trabajos de restauración, ella y su compañero de trabajo, Juanma, quien también es ceramista, compraron ese mismo año su propio horno, que es el mismo que usan hoy. Poco después los dos abrieron una tienda-taller, Barroca, en el barrio de la Alfalfa del casco antiguo de Sevilla. Barroca tenía un ambiente muy personal. Los clientes podían mirar de arriba a abajo el taller descubriendo las creaciones de los artistas. Con tanta actividad, Rocío no tuvo tiempo de terminar la carrera hasta 2011 cuando, embarazada de su hija Roberta, aprobó las tres únicas asignaturas que le faltaban.
Tres años antes, en 2008, después de casi 10 años con su tienda, llegó la crisis económica a España y Rocío y Juanma tuvieron que cerrarla. “Sientes tristeza cuando ves que no puedes. No sabía qué iba a hacer después de que mis hijos crecieran un poco. No sabía si iba a dejar en ese momento la cerámica, si me iba a sobreponer a la crisis. Me pasó por la cabeza que, a lo mejor, no podría volver a la cerámica, o al menos de esa manera. Pero también sabía que era la época de ser mamá y que para eso necesitaba mucho tiempo que no tendría de otra manera”, explica Rocío.
Así que mudaron el horno y todos los materiales al garaje de la madre de Juanma. Todo se quedó allí, y ella dedicó todo su esfuerzo junto con su esposo Felipe a criar a sus hijos —Felipe, que hoy tiene 13 años, Arturo, que en enero cumplirá 10, y Roberta, que tiene 8—, hasta que los tres se hicieron algo mayores y la economía se estabilizó. Rocío supo entonces que era el momento de empezar con la cerámica otra vez. Buscó otro lugar para crear y descubrió el espacio cercano a la Alameda. “Al principio estaba totalmente destrozado. Había mucha humedad por las paredes y no tenía ni cuarto de baño, ni agua, ni ventanas para que entrara la luz natural”, comenta. Pero esto no la desanimó. “Aun así, Juanma y yo decidimos, con mucha ilusión, ponernos a pintarlo. Tuvimos que arreglar muchas cosas, pero nos gustaba muchísimo el espacio, especialmente el patio y el techo”.

Ahora es un estudio completamente funcional, exactamente lo que ella esperaba tener. Los techos todavía están arqueados, pero los variados materiales destacan sobre las limpias paredes blancas. Hay mucha tranquilidad para trabajar y ha satisfecho todas sus necesidades durante los últimos seis años. Además, hoy es el espacio compartido donde trabajan otros cuatro ceramistas, lo que produce un hermoso ambiente de colaboración y colectividad en el taller.
Actualmente, Rocío también comparte su pasión por la cerámica con la próxima generación de artistas de Sevilla. Cada lunes y miércoles por la tarde, imparte clases a los niños del colegio público de Educación Infantil y Primaria Huerta de Santa Marina, al que asisten sus hijos. En un aula donde se imparten clases de ciencias y lengua durante el día, los alumnos de Rocío crean por la tarde sus propias obras de cerámica. Unos minutos después de las tres, Rocío llama la atención con su dulce voz al grupo de 22 niños de entre cinco y 11 años. Aquí está en su elemento, completamente cómoda al frente de la clase. Capta la atención de los niños que se preguntan cuál será el nuevo proyecto.
“Hoy vamos a hacer arbolitos de Navidad”, anuncia con emoción mientras comienza a dibujar en la pizarra un bosquejo del proceso.
Mientras tanto, su asistente, Celia, corta trozos de una gran barra de arcilla y los pasa uno por uno a los niños, que no pueden resistirse a comenzar a tocarlo. Luego comienzan con el proceso. Primero hay que hacer una bola redonda. Luego toca aplanarla con el rodillo, para después trazar y cortar un círculo perfecto. Después habrá que retirar un trozo con forma de porción de pizza, enrollando la arcilla para hacer un cono que se unirá a una pequeña base circular. Luego, como toque final, se rematará con una pequeña estrella.
De aquí en adelante, el polvo de arcilla cubre todas las mesas y las manos, y los niños corren de una mesa a otra para compartir los rodillos y otras herramientas. La sinfonía de pequeñas voces en la sala crea un run-run sordo constante. Tanto Rocío como Celia se mueven por la clase para responder a los continuos “ayúdame” o “enséñame” con un tutorial, y a cada «mira, mira» con palabras de afirmación.

Hay mucho énfasis en que unos ayuden a otros en la clase, lo cual no es casual. Es una filosofía muy intencional por parte de Rocío. La combinación de edades a veces puede dificultar la enseñanza, así que los mayores no se aburren y los menores no se frustran con los proyectos. Se trata de crear un compromiso ante una dificultad. Los mayores construyen su confianza ayudando y los menores aprenden de sus pares.
De repente, un grupo de alumnos se enreda en travesuras dedicándose a tirar bolitas de arcilla a las paredes. Es verdad que es una hora muy intensa y exigente para enseñar, pero del caos emergen la creatividad y las risas. Con una sensación de orgullo irradiando de sus rostros, uno por uno, los niños llevan sus trabajos finales a la mesa principal para que los recojan y los pongan a secar. Todos juntos, la gran diversidad de los arbolitos queda a la vista. Cuando todos los niños se han ido, Rocío y Celia regresan al aula, diciéndose la una a la otra con un suspiro “madre mía” y “¡es la guerra!”, mientras las sonrisas aún permanecen en su cara.
Pero los niños también le enseñan a ella. “Aprendí cómo aprender de ellos. Me dan mucha energía cuando veo que sienten amor por lo que hacen. Es muy gratificante involucrarte en un proyecto de otro y saber que lo estás ayudando en algo para conseguirlo. Me encantan su frescura, su creatividad y su calidez. No tienen miedo y son muy expresivos, por eso es muy bonito todo lo que hacen”.
En esta etapa de su vida, Rocío ha aprendido cómo compaginar todas sus responsabilidades, como mamá, como artista, y como profesora. Es difícil, dice ella, pero también tiene libertad para organizarse el tiempo y para cumplir con esta variedad de papeles. Su inspiración para crear viene de su vida diaria, de su familia, de lo que vive. En las clases, Rocío desempeña los tres papeles en uno. Su hija Roberta también es una artista.
Rocío tiene mucha esperanza en el futuro de la cerámica. “Es verdad que las artesanías están sufriendo ahora. Las escuelas de arte tienen cada vez menos alumnos. Algunos dicen que llegará un día en que se pierdan. Creo que no, pero me da miedo. Por eso hay que encontrar un sistema para enganchar a nueva gente a la cerámica”. Eso es exactamente lo que hace Rocío con su pasión y talento, proyecto a proyecto y clase a clase. •