Crecer con el nervio

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Hay personas que nacen con la inquietud, el pálpito irremediable, que les lanza a explorar a fondo sus posibilidades.

Raúl juega empuñando pequeños muñecos y volcando en sus historias la información que capta a su alrededor, además de sus meditaciones. Bajo sus largas y negras pestañas nada se le escapa. A sus doce años, es un niño despierto que no para de preguntar. «¿Por qué los países no acogen a los refugiados si son gente que huye del peligro?» interroga mientras la televisión se oye de fondo en la sobremesa. Le sale de modo innato, porque él tiene que situarse en el mundo. Debe comprender.

Su curiosidad infantil va siempre más allá, desmarcándose del conformismo. «Primo, ¿qué significa pastiche?», me pregunta mientras revuelve con afán entre los papeles y objetos coleccionables de sus películas favoritas que llenan su caótico escritorio, hasta que encuentra el borrador de la novela de ocho folios que está escribiendo. Me dice que sólo se la enseñará a su madre cuando la acabe, que cada semana busca un rato para escribir, sólo cuando tiene buenas ideas, y tiempo.

«Primo, mira lo que aprendí a hacer el otro día», me comenta mientras corre a sentarse en la cama y comienza a golpear rítmicamente las membranas de unos bongos comprados con sus ahorros. «Para la próxima vez que te traigas la guitarra», me dice, pensando en la costumbre que tenemos de improvisar juntos y grabarlo con el móvil.