
Como parte de la serie de retratos de estudiantes saharauis en Sevilla que realizan los estudiantes en el curso Reportaje y Publicación en Revistas (Magazine Reporting and Writing), Alejandra Ceballos, Ana Luisa Martínez y Evann Orleck-Jetter, realizan cada una su perfil de Jalil al Brahim.
Un hijo de las nubes viviendo bajo techo
Alejandra Ceballos López – Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, Colombia
Brahim Al Jalil es un saharaui de 22 años, hace 13 vive en Sevilla, pero su corazón pertenece a la tierra donde se divisa el horizonte sin interrupción.
Hace catorce años, un niño moreno de ocho años, que no pronunciaba palabra de español desembarcó en una tierra exótica para él, llena de frutas, carros, y mucho verde, en un “parque de atracciones” llamado España.
Montado en un auto, a una velocidad, para él, muy insensata, el pequeño Brahim al Jalil, mejor conocido como Jalili, llegó a San Fernando, provincia de Cádiz, listo para vivir sus “vacaciones en paz”.
Un año después, nuevamente en verano, sería enviado desde los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf, oeste de Argelia, en la linde con los territorios liberados del Sahara Occidental, su tierra natal, hasta España. Tardaría ocho años en volver a ese desierto despiadado que él, de niño, supo convertir en su propio paraíso.
Hoy, en las calles de Sevilla, un Jalil de 22 años y metro noventa y cuatro centímetros de altura, desafía el frío con apenas un delgado suéter azul, mientras que los nativos de la ciudad lo combaten con chaquetas y abrigos.
Paga una cerveza y de su billetera, saca una piedra traslucida tallada con forma de rombo. “¿Sabes lo que es?”, pregunta; y sin esperar, responde que es una flecha saharaui prehistórica. Se la ha regalado su mejor amigo, para que lo “guie”.
Se sienta, enciende su cigarrillo y mientras mueve sus piernas frenéticamente, como si estuviera nervioso, comienza a hablar.
De pequeño, un Jalili con hambre, pero muy gordito, según él, se despertaba a las seis de la mañana a rezar, desayunaba té con tostadas y aceite en verano, o té caliente con leche en invierno, y luego iba a estudiar.
Su abuela, quien lo crio. Recibía a los niños de la daira y les enseñaba el Corán en una tabla de madera que pintaba con tinta a base de carbón y aceite de oliva. Meciéndose, como aún hace hoy, Jalil repetía los versos y los memorizaba.
Luego iba al colegio y al volver a casa a las dos de la tarde, tenía el resto del día para correr con sus amigos, libre, sin adultos, sin paredes, sin pantalones ni zapatos.
En España, en cambio, aunque el agua del grifo y la piscina estaban bien, los pantalones incómodos y los zapatos estrechos no se adaptaban a su piel gruesa y endurecida por las temperaturas extremas. El pequeño Jalil luchaba por aprender a vivir en ese parque de diversiones, mientras trataba con todas sus fuerzas de conservar esos recuerdos de una niñez libre, que cada vez parecía más un sueño y menos una realidad.
“Es como si te quitaran tu infancia, te llevaran a un sitio desconocido y te cortaran el contacto con cualquiera que pudiera confirmarte que aquello que habías vivido era real. Empiezas a confundirte, ya no sabes qué fue un sueño y qué no”.
Tuvo que esperar a trabajar para volver al Sahara. Tenía diecisiete años, y a las cuatro de la mañana llegó a un abrazo infinito y lleno de lágrimas con el que lo esperaba su madre en el campamento de el Aaiun. Ocho años tuvo que esperar para que su tía le confirmase que el sueño, en el que jugaba con un carrito y su abuelo lo acompañaba, no existió solo en su imaginación. Ocho años para volver a estar en los brazos de esa profesora respetada del pueblo, esa madre, que estuvo dispuesta a enviar a su hijo a una España lejana para asegurarle un futuro mejor, así la abuela, jefa de la familia, y él, un niño en busca de su libertad, no quisieran eso.
Hoy, estudiante de Ciencias Políticas y Administración Públicas en la Universidad de Sevilla, reconoce que aunque el horizonte dejara de ser parte de su paisaje diario, tal vez España, llena de paredes y gente estresada, sí era lo mejor para él.
“Yo siempre he sido del Sahara, nunca he tenido ningún tipo de duda; de hecho ni siquiera quería volver a España la segunda vez. Pero un niño no sabe lo que le conviene. Ahora no sé si fue mejor o peor, pero al menos estudié. Ese es el peor problema de los campamentos, no es el hambre, es la falta de perspectiva, que no hay un futuro”.
El Sahara
En 1975 más de 300.000 marroquís recorrieron más de 3.000 kilómetros, en una marcha “pacífica” que buscaba reclamar los territorios del Sahara Occidental para el país moro. España, que hasta entonces conservaba el territorio como una colonia, abandonó al pueblo saharaui ante la imposibilidad de atacar “civiles”.
El Frente Polisario, movimiento armado de liberación saharaui, con ayuda de Argelia y la Unión Soviética, combatieron a los marroquíes durante 16 años, en los que recuperaron el 25 por ciento del territorio ocupado. Pero en 1991, con la promesa de un referéndum que les permitiera proclamar su soberanía e independencia, El Frente Polisario accedió a un alto al fuego que permitiría unas votaciones que aún hoy, 26 años más tarde, no se realizan.
Entre tanto, más de doscientos mil Saharauis viven en campamentos de refugiados, en medio del desierto, mientras un muro de más de 2.500 kilómetros los separa de sus tierras y dependen de la ayuda humanitaria para sobrevivir.
Jalil vivió los primeros años de su vida en esos campamentos.
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Libertad aprisionada
Por Ana Martínez – Universidad de La Salle Bajío de León, México
Debido a la situación que el pueblo Saharaui vive y ante la necesidad de dar a conocer su historia, se cuenta con la presencia de jóvenes saharauis en el taller de Escritura y Reportaje en Revistas.
“Van a retirar lo de árabe, solo será República Saharaui”, Brahim al Jalil, 20 años, saharaui, estudiante de Ciencias Políticas y Administración Pública, alto, no sólo de estatura sino también de conocimientos, independiente, seguro de sí mismo y dispuesto a defender sus ideales.
Jalil es hijo de Salia, una mujer muy respetada, profesora de Historia, y de Safio, oficial del Frente Polisario, aunque él se crio con su abuela desde su primer año de vida.
“Desde pequeño me llamaban Jalil y siempre me han llamado Jalil”, explica. “En el Sahara, nos lo pasábamos muy, muy, muy bien. Para empezar, yo era libre todo el día”. Jalil cuenta que en el Sahara, desde que amanece hasta que anochece, los niños están jugando sin que exista un peligro real, a menos que llegaran a caerse. La libertad a flor de piel siempre estaba. Recuerda que los niños siempre van en pandillas y que son muy leales entre sí, aunque, como en las mafias, si llegaban a pelearse, se defendían cuando otras pandillas atacaban. En España, esa sensación de libertad causa problemas a todos los chicos saharauis que vienen por primera vez, ya que llegan a sentir claustrofobia, no están acostumbrados a ver muros que les tapen la vista, cuando en el Sahara, miren donde miren siempre hay un horizonte que ver.
Jalil explica que de pequeño era muy religioso y que llegó a aprenderse de memoria una cuarta parte del Corán, pero que hoy no lo es.
“Yo jamás quise venir a España. Después del primer mes, ya quería volver, no me gustaba, era como si estuvieras en un parque de atracciones, te gusta, te lo pasas bien, pero nadie quiere quedarse a vivir en un parque de atracciones”.
Jalil comenta que el matrimonio es muy respetado en el Sahara, que jamás se ve una pareja discutiendo y, si es el caso, asegura que el divorcio se llevará a cabo, en comparación con España, donde ha observado siempre que las parejas discuten .
En el Sahara las personas son muy solidarias, se ayudan entre sí, sin necesidad de que alguien lo pida, se dan cuenta de quien lo está pasando mal y la ayuda se da. Su abuela era así, una mujer muy religiosa y respetada. «Una tarde tranquila, estaba yo tumbado con mi abuela en el desierto y pasaba una fila de hormigas. Yo estaba aburrido y empecé a cargármelas con el dedo. Mi abuela, que estaba leyendo un libro, se dio la vuelta y me pegó. Eso me sorprendió, porque a mí nunca me habían golpeado. Yo le pregunté que por qué me había pegado y me soltó una charla de que el peor de los pecados era quitarle la vida a un ser vivo, aunque fuera una hormiga que no te había hecho nada, que era una vida inocente”.
Jalil, que quiere ser diplomático, se muestra crítico con la escena internacional y el trato que en ella recibe el pueblo saharaui. “Tengo cierto rechazo a la mayoría de los países árabes por cómo nos han tratado. Por eso, yo nunca trabajaría en una embajada árabe, preferiría trabajar en una embajada latinoamericana, siempre me ha llamado la atención ir a Chile, Colombia, México. También me gustaría trabajar en una embajada de algún país de África”.
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Sueños en la casa sin paredes
Por Evann Orleck-Jetter – University of Vermont
Brahim al Jalil reflexiona sobre su vida en España y la infancia que extraña en el Sahara Occidental.
Brahim al Jalil, o simplemente Jalil, como lo conocen todos, es un estudiante saharaui de 20 años de la Universidad de Sevilla La historia de la lucha del pueblo saharaui para recuperar el territorio del cual los expulsaron es larga e interminable. Los saharauis aspiran a una independencia real de Marruecos, mientras que los marroquíes insisten en que el Sahara Occidental es suyo. El conflicto ha resultado en el desplazamiento de miles de saharauis, que desde 1975, año en el que la antigua colonia española fue invadida por Marruecos, y hasta el día de hoy viven en campos de refugiados en Tindouf, Argelia. Allí nació Jalil y allí sigue el resto de su familia.
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La entrevista comienza en el exterior de la cafetería en CICUS. Jalil lleva jeans y una camisa de brillante estampado rojo, naranja, y azul, abotonada hasta arriba. Aclara inmediatamente que su forma de vestir es africana, no árabe. Metro noventa y cuatro centímetros de altura, pelo largo negro recogido en un moño y gafas de montura cuadrada.
Jalil sonríe frecuentemente durante la entrevista, feliz y confiado. “¿Alguien fuma?”, pregunta al grupo de entrevista. Acepto su oferta.
Jalil nació en el campamento de Smara y fue criado por su abuela en uno de sus kabilas o barrios. Es práctica común entre los saharauis que los nietos vivan con sus abuelos. Él describe su juventud con pasión, explicando la libertad de ser niño allá, la libertad de jugar con los amigos en un paisaje lleno de espacio y sin paredes.
Por contraste dice, “Tengo claustrofobia en España; no tengo espacio”. Jalil compara España con un parque de atracciones, un lugar que es divertido durante un periodo de tiempo, pero no para quedarse. Jalil extraña su hogar, se nota en su voz cuando dice que no ha podido visitar los campamentos en dos años.
Cuando hace 13 años llegó aquí por primera vez, encontró la cultura española extraña. Todavía hoy se esfuerza por entender algunas de las costumbres de Sevilla. Ha notado que la familia en España no está tan unida como en la de los saharauis, y que hay una falta de respeto hacia los mayores que no existe en su cultura.
También está molesto por la forma en la que las parejas se relacionan en España. En el Sahara Occidental, según Jalil, en el matrimonio siempre hay respeto entre las dos personas. Y si empiezan a pelear mucho, deciden divorciarse. A Jalil le sorprende ver a una pareja besándose en la calle (en el Sahara las exhibiciones públicas de afecto son raras), pero al día siguiente ver que la misma pareja está gritándose el uno al otro fuera de su casa.
Jalil explica que hay alguna cosa que no le gustaron sobre su juventud en el Sahara: “El único problema de mi infancia fue el hambre. No estaba muerto de hambre pero…” No termina su frase.
Jalil estudia Ciencias Políticas y Administración Pública y tiene interés en trabajar en alguna embajada, pero no en la de ningún país árabe, por sus acciones contra los Saharauis.