
Cuando era niña, no tenía amigos. Bueno, sí que tenía algunos amigos, pero casi nunca tenían la misma edad que yo. En mis clases, estaba sola. Durante cada recreo, mientras los otros niños jugaban y charlaban, mi hermana y yo dábamos vueltas alrededor de un árbol en el patio hablando y hablano sobre casi nada.
Sabía que no tener amigos era raro. Mis padres me hicieron hablar con una terapeuta y en todos mis boletines mis maestros escribían que necesitaba “salir de mi caparazón.” Pero nunca me importaba, quizás porque la idea de tratar de hacer amigos me daba más miedo que la cómoda familiaridad de estar sola.
No sé por qué, pero el verano antes de la escuela secundaria, de repente me di cuenta de que quería amigos y de que no iba a tener la misma oportunidad de estar en una escuela en la que yo no conocía a casi ninguno de los estudiantes hasta la universidad. Sentí que esa era mi última oportunidad para tener amigos, para no ser la chica tímida, para ser normal. Ahora yo sé que esa visión de la situación es un poco dramática, pero en ese momento, sentía que si no hacía amigos durante los primeros días de la escuela, mi vida se arruinaría.
Durante todo el primer día de clases, estuve muy nerviosa. Si nunca había podido hacer amigos entre mis coetáneos, cómo podría hacerlos en ese momento. No hablé con nadie durante casi todo el día porque no sabía de qué hablar.
Mi última clase fue la de educación física. Fuimos al campo para jugar al fútbol, pero cuando llegamos, había una rana muerta en el suelo. Todos empezaron a hablar sobre la rana, y finalmente, tenía algo de lo que podía hablar. Mirando a mi alrededor, vi a alguien que reconocí en mi clase de tutoría, y me acerqué a ella.
“¿Has visto la rana?” le pregunté.
“Sí, es muy triste”, dijo ella.
“Sí. ¿Cómo te llamas?”
“Jane.”
Ese fue el comienzo de mi primera amistad real con una coetánea. Después, conocí a su amiga Julie. Ambas serían mis mejores amigas durante unos años. Mi personalidad cambió completamente. Ya no era la chica tímida; hablé con los otros estudiantes sin miedo, conté chistes tontos, me reí a carcajadas y estaba más feliz de lo que nunca había estado. Algunas veces me sentí como si estuviera fingiendo ser alguien que no era, pero ahora yo sé que siempre fui esa persona. Solo necesitaba una rana muerta para darme cuenta.