
La falta de vivienda es un problema en todo el mundo y España no es la excepción. Javier, un sintecho de Sevilla, es el mejor ejemplo de alguien que ha tenido mala suerte en la vida y termina viviendo en las calles. Cada mañana, se acerca al convento de Santa Isabel de Sevilla para recibir su desayuno de las monjas y un poco de esperanza para el futuro. ¿Su sueño? Recuperar la vida feliz que tenía de niño y crear su propia familia.
Son las nueve de la mañana. Frente a los grandes portones marrones del convento de Santa Isabel de Sevilla, hombres y mujeres forman una cola a la espera de que se abran. Vienen a recibir la ayuda que, como cada día a esta hora, ofrecen las monjas filipenses, de la orden de las Hijas de María Dolorosa. A su alrededor, se despliega la vida del barrio, protagonizada en estos momentos por padres e hijos apresurados en su camino al colegio y vecinos que paran a tomar un café con leche en la Taberna León de San Marcos.
En la cola, la mayoría son hombres. Por fin, la puerta se abre y todos caminan en silencio hacia una pequeña ventana enrejada que hay en la esquina del patio del convento. Al otro lado, envuelta en sombras, se sienta una monja que va dando a cada persona uno o dos bocadillos, en función del hambre que traiga. En total, hoy se repartirán entre 15 y 40 bocadillos. El requisito para conseguir uno es simple: que la persona lo necesite.
“Y hay muchas personas que lo necesitamos. Somos muchos los que estamos sin hogar, viviendo en las calles y durmiendo al lado de las tiendas…”
Javier tiene 47 años y viene cada mañana al convento. Hoy ha llegado a las nueve y media, esperado en la cola unos 10 minutos, hablado con la monja en la ventana durante unos instantes y salido del convento hacia la cercana Plaza de Santa Isabel, en la que se ha comido el gran bocadillo de jamón que ha recibido. No muy lejos de allí, en el mismo vecindario, está su casa: un rinconcito en el suelo donde guarda un colchón, mantas y algunas pertenencias y en el que lleva viviendo desde febrero. Es una de las muchas personas sin hogar que viven en Sevilla y su entorno –500 según el conteo de 2016 del Ayuntamiento de Sevilla; más de 1.000 de acuerdo con un informe de Médicos del Mundo- y que han llegado a esta situación por diferentes motivos. Está la crisis económica sufrida en España, sí, pero también el aumento del desempleo, la disminución de los ingresos, la adicción al alcohol y a las drogas o los trastornos mentales.
Algunas migas de pan del bocadillo han caído al suelo y varias palomas grises y negras se arremolinan a los pies de Javier y se las disputan. Sin inmutarse, él cierra los ojos y permanece así durante unos momentos. Después, empieza a relatar su historia.
Javier nació en Sevilla y ha vivido en esta ciudad toda su vida. “Mi infancia fue feliz. Era el menor de tres hermanos y mis padres eran buenos con nosotros: no nos faltaba de nada. Mi padre era carnicero y nuestra mesa siempre estaba llena de comidas muy ricas…” Después del instituto, Javier dejó de estudiar y empezó a trabajar enseguida, pero tuvo grandes dificultades para ganar dinero. “La culpa es de esta discapacidad”. Javier muestra sus pies, cuyos tobillos se giran hacia el interior dejando las plantas una frente a la otra. “Son pies zambos, nací con ellos. Y debido a esto, mis opciones están muy limitadas. En los últimos años, he tenido problemas no ya para mantener un trabajo, sino para conseguirlo”.
Caminar es difícil para Javier; moverse por la ciudad, un problema con el que se enfrenta cada día. “¿Ves las caminatas que tengo que hacer? Y conducir también es difícil, así que yo no me puedo permitir coger un trabajo que esté lejos de aquí, necesito un trabajo al que yo pueda ir y volver fácilmente, y también que me dé suficiente dinero para vivir. Esto es complicado. No hay muchas opciones…” Las palomas no han dejado ni una sola miga de pan en el suelo. Javier las mira en silencio, moviéndose inquietas entre sus pies. Quizá siguen hambrientas.
“Además, estoy solo. Y así, todo es aún más difícil”.
Los padres de Javier ya murieron. Y sus dos hermanos mayores viven en la provincia de Cádiz con sus familias. No están tan cerca de él como le gustaría pero, a la vez, reconoce que le motiva enfrentarse a su situación por sí mismo, sin depender de otras personas, y luchar cada día por tener un futuro mejor. “Quizá aún esté a tiempo de formar una familia, como siempre quise. Y también de montar mi propio negocio. Una carnicería, como mi padre…”
Después de cinco años en la calle, sin un techo bajo el que cobijarse y lejos de la familia que le queda, Javier podría haber perdido la esperanza, pero no es así. “Lo que más me gustaría es estar feliz conmigo mismo. En mis circunstancias, es casi imposible no ser infeliz. Pero sé que en parte fui yo quien se metió en esto, e igual que me metí, me saldré en cuanto pueda”.
Javier se levanta y se acerca a una papelera para tirar la bolsa del bocadillo. En el suelo, junto al banco, las palomas picotean migas invisibles. Él mira el convento de Santa Isabel. “Cada acto de generosidad que recibo me acerca cada vez más a una vida mejor para mí. Estoy muy agradecido a todos los que me están ayudando…” Javier se aleja despacio en dirección opuesta a la del convento, que ya ha cerrado sus puertas. Mañana, como cada mañana, animada por los gritos de los niños que corren al colegio, las monjas las abrirán de nuevo y pasará a su patio la larga cola de hombres y mujeres sintecho para recibir su desayuno.
Y Javier, de nuevo, estará entre ellos.