Sin ti, ¿quién soy?

José Pablo Madrigal y Adela Monsalve

Durante más de medio siglo, mis abuelos han vivido el uno junto al otro a pesar de cualquier locura, tristeza o triunfo que la vida les haya mandado. Después del dolor de perder a su primera hija, del reto de criar a ocho hijos más y de dejar la tierra que los unió para emigrar a los Estados Unidos, nunca se han dejado de querer.

Mi abuelo, José Pablo Madrigal, era un pobre campesino, devenido en minero de oro en las montañas de Antioquia, que se enamoró perdidamente de Adela Monsalve, mi abuela, la niña consentida de un carnicero muy rico de Bello, cuyos estudios le importaban más que cualquier pobre enamorado.

Desde el día en el que unos novios locos decidieron organizar una fiesta para que mis abuelos se conocieran, José Pablo supo que se iba a casar con Adela. Le suplicó una, dos y mil veces más que saliera con él, pero siempre con el mismo resultado: “José Pablo, no quiero ser tu novia”. Y así, él por ser pobre y ella por terca, continuaron viviendo sus vidas como amigos.

En 1955, después de un año de intentos sin frutos, mi abuelo tomó una decisión. Adela cumplía 21 años el 4 de junio y, unos días antes, José Pablo le dijo claramente: “Adela, en tu cumpleaños te preguntaré por última vez. Pasaré por tu casa a las ocho de la noche. Si cuando pase, te veo en la ventana de tu habitación, lo tomo como señal de que quieres salir conmigo. Si no estás, te dejo quieta”. Y ya no dijo más.

Ese día, mi abuela había hecho planes con una amiga y su novio, un chico que estudiaba para ser doctor y que tenía un carro en el cual todos irían al cine por la noche para celebrar. Salió de trabajar mi abuela, se alistó y se fue, prestándole poca atención a mi pobre abuelo que acababa de dejarle el corazón en sus manos.

El cine estaba en la otra punta de la ciudad y ellos llegaron al comenzar la película. En esos tiempos, las películas tenían un descanso que separaba el primer acto del segundo. Al subir las luces para tomar el descanso, mi abuela sintió una ola de desesperación que no se esperaba.

– “Me tengo que ir”, les dijo seriamente a sus compañeros.

– “Adela,¿que te pasa? Si todavía no termina la película”, le dijo su amiga.

– “Quedé con José Pablo y tengo que estar ahí. Me voy”.

– “Pero, Adela, por favor no seas ridícula”.

Al escuchar eso, el novio de su amiga miró a mi abuela y le dijo: “Adela, ¿de verdad lo amas?”

– “Si”, le respondió ella. “No lo supe/he sabido hasta este momento”.

– “Entonces, nos vamos”, dijo el hombre, y se levantó sin vacilación.

– “Pero están locos los dos, yo no me muevo”, protestaba la novia.

– “He dicho que nos vamos”.

Y se fueron volando todos a casa en el auto.

Estaba tan lejos del cine que, aún en coche, tardaron cuarenta minutos en llegar. Al entrar a la casa, mi abuela supo que ya eran pasadas las ocho. Subió a su habitación a las apuradas y se puso enfrente de la ventana, esperando.

Pero era muy tarde. José Pablo ya había pasado.

¿Te imaginas si terminara ahí la historia? José Pablo y Adela nunca se volvieron a hablar y habrían continuado con sus vidas sin poder imaginar lo que habían perdido: una vida juntos, dura pero llena de amor y felicidad.

Como imaginas, ahí no termina la historia. Esa noche del 4 de junio de 1955, mi abuelo, hecho el macho pero con el corazón en la garganta, pasó por la casa del amor de su vida y no la vio en la ventana. Desilusionado, siguió adelante, llegando hasta la esquina de la calle donde paró para atarse el zapato. Hincado, en un momento de loca esperanza, volteo la cabeza hacia lo que pudo haber sido, y ahí la vio. Su futura esposa, madre de sus hijos, y compañera de toda la vida. Adela, mi abuela, su rostro sonriente en la ventana.