La luz de Manuel

Las luces del local juegan y se esconden entre los cuerpos desinhibidos de los presentes. Manuel aparece apartando la marea de los cientos de personas agrupadas entre desconocidos. En un segundo las risas se convierten en completo silencio ante su llegada. Las luces abren paso a la parálisis total. Pero él no dice nada. Apenas habla ni se dirige a nadie directamente. Elige una esquina de las cuatro paredes convirtiéndola en su casa. Su escudo. Alrededor, muchas de las miradas vuelcan su atención en su vulnerabilidad. Pero él sigue sin decir nada. Tiene un vínculo especial con su timidez. Por fin se atreve y se acerca tras la llamada de una sed de esperanza. Un trago de vino proclama la revolución: posee un espectacular don de gentes.

Tiene una sonrisa llena de inocencia que consigue convocar la alegría delirante de sus veinte años. Su metro ochenta impone una soberbia muy alejada de lo que, en cambio, reflejan sus pulidas manos, tan limpias y delicadas al mismo tiempo. A imagen de los demás, es una persona melancólica, pero es la persona más divertida de su ambiente.

«Soy la persona más ridículamente graciosa que vas a conocer. Hace un año estaba en una fiesta con mis amigos y mientras una de mis amigas comenzaba a acurrucarse con un chico, me quedé dormido en mitad del sofá agarrándole el pie. Cosa que después ha pasado factura y es la broma más recurrente entre ellos». Parece huir al decirlo. Como si en cualquier instante fueran a aparecer sus amigos para poder contar esta historia delante de la chica que le gusta. Ha conocido a mucha gente, pero nadie ha conseguido provocarle la felicidad que vive en ese momento con sus compañeros de clase.

El tercero y último de tres hermanos, se cría rodeado de mujeres en Sevilla desde 1995. Su madre, una andaluza con una jovialidad que parece escapársele entre tanto impulso, y su padre, con un carácter serio e imponente, son las piezas fundamentales en la educación del hijo predilecto. Nace en una familia modesta que vive en un piso de treinta metros cuadrados, en el que, en alguna ocasión, ha tenido que compartir cama con alguna de sus hermanas. «Yo lo que más deseo es salir de esta ciudad algún día», dice con la mezcla de ilusión y miedo de aquel que se marcha por primera vez de su núcleo familiar.

“Triana”, señala el primer día de contacto. Es algo puntual, un mero detalle que sitúa a Manuel en su ciudad. Pero para él, esa palabra significa algo más. Conoce la música de la ciudad mejor que nadie de su edad. En muchas ocasiones, piensa que hubiera preferido nacer antes para coincidir con el grupo Triana en La Carbonería o con Silvio en los bares de la Alameda. Nos encontramos en Sevilla en pleno mes de abril, afrontando el calor tan habitual en esas fechas. Manuel aparece con un helado derretido como bienvenida, lo que provoca el enrojecimiento de sus mejillas. Pero lo que no sabe es que ha conseguido ser más detallista de lo que jamás hubiera pensado.

Todo es una aventura en su vida. No le gusta lo desconocido, quiere tenerlo todo controlado, pero la verdad es que es consciente de que su existencia es un imprevisto. Coge una copa de la estantería, la llena de vino y tras un largo sorbo, una vez más haciendo de este su momento preferido para desvelar secretos, dice:

–¿Sabes que mi madre estuvo llorando durante días cuando le dijeron que estaba embarazada de mí?