Sangre gitana

– Tengo sangre gitana

– ¡Claro! ¡Anda que no te gusta a ti nada el flamenco!

– No, no. De pequeña me hicieron una transfusión de sangre gitana, por eso me salgo por soleá.

Sentada en la silla, los pies no le llegan al suelo, pero eso no le impide taconear y moverlos al ritmo de Camarón. “Aaaay”, suspira entre palmada y palmada. Lleva dos cervezas y sus mejillas ya están coloradas. “Si yo hubiese nacido en otra época sería bailaora”. El camarero la mira sorprendido, no todos los días encuentra a una chica joven que conozca tan bien la discografía completa de Pata Negra.

Saca el móvil y mira la hora, el sentido de la responsabilidad la invade “No me puedo reliar, que mañana temprano tengo que sacar a pasear a momo”, dice al ritmo de las palmas y la caja imaginaria. Agarra con fuerza el vaso de cerveza, como si fuera el último que va a beber en su vejez mágica. Los dedos se le resbalan con la agüilla del vaso y ella chirría, la carne viva de los padrastros le duele e incluso sangra un poco.

Pero no hay reloj ni herida que la detenga, las palmas se intensifican y el bar las sigue al unísono. Conforme pasa la noche, su tamaño se agranda para el camarero, la mujer que sirve las cañas en la barra y el guitarrista del estrado. Los pies le siguen sin llegar al suelo, pero se ha quitado la coleta y se ha convertido en La Faraona. En la pared cuelgan fotografías de Enrique y Estrella Morente, el tatuaje de Camarón y una guitarra que podría ser la de Paco de Lucía. “Esto es mi Triana profunda”, entre dos aguas y vigilada por una torre.

Son las nueve y media de la mañana, momo la despierta dándole besos en la cara, saltando encima de la cama, y ella recuerda el momento en que dijo que dos cervezas eran suficientes, pero en Triana nunca lo son. Ha recuperado su tamaño real y sus responsabilidades cotidianas, pero, la sangre de sus venas sigue siendo gitana.