
foto de Archivo Gelán: niños jueguan tras la riada del arroyo del Tamarguillo en Sevilla del año 1961
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Cuando un desastre natural obliga a la reconstrucción de hogares, tanto la ciudad como sus habitantes deben adaptarse a nuevos estilos de vida. Cuatro vecinos de la ciudad de Sevilla nos cuentan cómo un terremoto y una inundación afectaron a los barrios de La Macarena, La Calzada, Los Pajaritos y el Polígono Sur, en los que residían.
Manuel Losada recuerda el desastre que sacudió a su familia cuando él tenía apenas cinco años. Vivía en la Macarena, un barrio a las afueras del centro de la ciudad, al norte de Sevilla. “En Marzo de 1969, un terremoto recorrió las calles de la Macarena. Yo vivía en el típico patio de vecinos. La estructura interna de la casa no soportó los temblores”.
Ocho años antes, la tarde del 25 de Noviembre de 1961, el riachuelo del Tamarguillo (que actualmente va por debajo de la Ronda del Tamarguillo, una gran avenida que va del centro hacia el este de la ciudad) se convirtió en un rio salvaje y se desbordó tras unas intensas lluvias. La inundación se cobró la vida de veinte personas y causó daños en los hogares de más de 125.000 residentes.
“El agua llegó hasta la primera planta”, nos cuenta Inocencio acerca de la casa en la que vivía cuando era pequeño mientras arregla las plantas que se alinean en una de las calles de Los Pajaritos, el mismo barrio en el que hoy vive, en la periferia este de Sevilla.
José Luis, del Huerto de Santa Teresa, un barrio que linda con Los Pajaritos, también fue testigo de la riada cuando tenía seis o siete años. “Recuerdo ver cabras flotando en el agua”, dice mientras coge el autobús para ir a su trabajo en el centro.
Antonio Zarco estaba presente cuando el agua dañó la casa de la familia de su esposa en La Calzada, un barrio que bordea el centro de Sevilla por el este. “Tenía veinticuatro años. Carmen, mi novia, tenía diecinueve y vivía en la calle Luis Montoto. Creo que el agua cubría un metro y medio o más”, nos cuenta.
El terremoto y la inundación del Tamarguillo influyeron en el futuro de las familias y en el de sus hogares de forma diferente. Manuel Losada, su hermano y sus padres fueron realojados como refugiados en uno de los antiguos cuarteles de Los Merinales, que durante la Guerra Civil española fue uno de los campos de trabajo para prisioneros que se jalonaban a lo largo del recorrido del canal de riego del Bajo Guadalquivir o Canal de los Presos. Losada calcula que otras trescientas o cuatrocientas familias fueron a parar allí también. Su familia permaneció allí entre 1969 y 1974. Las condiciones eran difíciles. No tenían agua corriente y tenían que cargarla desde un tanque enorme hasta su barraca. Muchas familias corrieron aún peor suerte y los metieron en las antiguas cuadras del campamento donde sólo una cortina separaba a una familia de otra. Después de cinco años, se mudaron al Polígono Sur, un barrio de clase obrera a las afueras de Sevilla donde rehicieron sus vidas. Echa la vista atrás y recuerda aquellos tiempos con cariño, su familia tenía lo suficiente y él podía jugar libremente con otros niños.
“Después del tiempo que pasamos como refugiados, construimos un hogar. Yo era un niño de seis años. Era feliz. Lo que nos pasó fue positivo para nosotros y para todos. Antes de vivir en Los Merinales, cuando vivíamos en el patio de vecinos, teníamos un solo grifo de agua corriente para toda una planta y nuestro único “cuarto de baño” era un agujero en el suelo que compartíamos con todo el mundo, y ahora teníamos tres habitaciones y un baño todo para nosotros”, nos explica Manuel. “Mi padre no pagó nada. Poco a poco, él mismo construyó nuestro hogar”.
La inundación de 1961 requirió un esfuerzo masivo de limpieza. Muchas familias tuvieron que ser realojadas en barrios nuevos que se construyeron durante los años siguientes. Otros tuvieron más suerte y sólo tuvieron que esperar a que bajara el nivel el agua. José Luis recuerda a su familia apilando ladrillos en el exterior de su casa. “Usamos ladrillos para evitar que entrara el agua”, dice nivelando un brazo por el pecho como una presa construida contra la corriente de un río.
Cuando la novia de Antonio Zarco llegó a casa de sus padres, se encontró con que el agua había llenado toda la primera planta. “Carmen y su hermana habían ido de compras esa tarde. Cuando volvieron, no podían entrar. Durmieron en mi casa”, cuenta. La comunidad se unió al esfuerzo abasteciendo de comida a las familias afectadas y ayudándoles a encontrar la forma de acceder de nuevo a sus casas. “Había barcas de la beneficencia para prestar servicio a la gente”, añade.
Antonio Zarco explica que, antes de la inundación, las zonas residenciales de las afueras de Sevilla consistían en casas de una o dos plantas “construidas por ellos mismos”, pero después de aquello, muchas de las zonas afectadas se reconstruyeron verticalmente, con bloques de pisos, para evitar futuros daños por inundación. Sin embargo, muchas de las viviendas más retiradas a las afueras del este de la ciudad continúan conservándose hechas a mano y a nivel del suelo.
La mayoría de los habitantes de Sevilla residen actualmente fuera de la antigua ciudad amurallada. Allí, el paisaje urbano consiste más en lo que pasa en las calles que en el centro de Sevilla, donde la figura de la mujer en lo alto de la torre de la Giralda domina un panorama de azoteas adornadas.
“Tú te imaginas Sevilla como la Giralda y la catedral. Eso es mentira”, dice Manuel. “Sevilla, mira, en 1979 tenía 600.000 habitantes. Desde entonces, ha crecido muy poco [ahora tiene aproximadamente 700.000]… La mayor parte de los sevillanos vive en barrios como el mío”.
Añade que vivir en una casa a nivel del suelo te aporta una sensación de pertenencia. “Es parte de tu sitio. No tienes una sensación de extrañeza. La calle es tuya”.
Rememora los viejos tiempos, cuando los vecinos se reunían alrededor de una hoguera, una actividad muy distinta a las del centro de la ciudad. “Hay un refrán que dice que el fuego es el sol de los pobres. A mí me da mucha nostalgia. Después, la camisa te olía a humo”, cuenta mientras se huele la chaqueta.
En consecuencia, Losada se pregunta si la diferencia social y geográfica crea un sentimiento de exclusión entre el centro de la ciudad y sus afueras. Nos da un claro ejemplo: “Mi madre viene al centro y no conoce los nombres de las calles. En cierto modo, se siente marginada”.
Sin embargo, habiendo estudiado Geografía e Historia en la Universidad de Sevilla, y vivido en el Polígono Sur, Losada cree que eso de la marginación es un mito. Vivir a las afueras no es una cuestión de exclusión, sino de preferencias. “Barrios como el mío, como Los Pajaritos… Es otra manera de vivir. No es marginal. Es mi opinión como antropólogo y como vecino”, nos cuenta.
Por esta razón, no se ha mudado. Se identifica más con la cultura del Polígono Sur que con la del centro de la ciudad. “Vivo en el mismo bloque que mi padre. No me quiero ir. He asumido esta forma de vida”.
Ignacio sigue viviendo también en el mismo barrio en el que vivía cuando el río abrió una brecha en la puerta de su casa. Sin embargo, nos dice que Los Pajaritos ahora muestra un aspecto diferente del que tenía en 1961. “Hay casas de nueva construcción”, nos cuenta mientras señala un bloque de cuatro pisos blanco y rojo a su izquierda.
Al adaptarse a los actos de la naturaleza, las familias reestructuran los lugares donde viven y la forma en que viven. Según cambian los ciudadanos, cambia la ciudad. Cuando Losada era universitario, uno de sus profesores de Geografía hizo un comentario sobre el crecimiento urbano. Lo que dijo, le impresionó: “Sevilla nunca está terminada”.