
La primera vez que me caí de un caballo, ya había montado durante siete u ocho años, lo cual es muy inusual, porque los jinetes típicamente cometen más errores cuando están aprendiendo. Pero yo no había sido una niña que tomara muchos riesgos. Tenía miedo de los riesgos, aunque montar a caballo sea el deporte más peligroso del mundo, con más lesiones que el fútbol americano. Que irónico, ¿no?
No me gustaba tomar riesgos porque mi primera entrenadora de montar era una persona muy cauta, que había hecho todo lo que realmente era mi responsabilidad aprender porque, según ella, yo no tenía la suficiente cordura. Porque si hiciera algo indebido, podría matar a un caballo. ¿Yo, una niña de 45 kilos, matar a un caballo de 500? Pero, la creí. Y me entró terror a los riesgos, una presión contraria de la libertad romántica de correr con los caballos que imaginan las niñas. Después de las críticas verbales, vinieron los golpes. Y yo los aguanté durante más de cinco años. Finalmente, cuando asistí a mi primera competición sin ella como entrenadora, con un caballo muy nervioso que se llamaba Roy, pareció que ella tenía razón, que realmente yo no podía hacerlo. Quería dejar de montar. Y, aunque no sé porque, no lo hice.
En vez de dejar de montar, encontré una yegua que se llamaba Miss Wimpy. Era pequeña, dulce y dócil. También Miss Wimpy había sido entrenada por la misma mujer. Con esa yegua, desarrollé la confianza que debía tener como una joven de casi 17 años, la confianza de controlar a un animal tan grande, de saber qué debía hacer. Aprendí a tomar riesgos con ella.
En mi año final de la secundaria, fui a una competición con Miss Wimpy, pero pensé que no había hecho bastante en el último año con mi yegua. Quería hacer más. ¿Y por qué no? Tenía confianza en ella. ¿Por qué no en mi misma?
Me inscribí en la competición de la figura 8, un evento del rodeo, en el que el control y la rapidez son lo más importante. A ese nivel, un buen tiempo es siete u ocho segundos. Era una noche de diciembre y no sabía si mis escalofríos eran por el frío o por el miedo. Mi yegua dócil estaba caliente, tensa, llena de energía. La puerta se abrió. Ella trotó sobre la arena, parecía que le habían dado cuerda como a un juguete listo para desatarse. El juez miró en su papel y me saludó con la cabeza.
Yo me moví en la silla. Mis piernas tocaron el costado de Miss Wimpy, ella pasó entre los temporizadores hacia el primer poste y yo me recliné en la silla para reducir la velocidad para girar. Dimos una vuelta y corrimos hacia el otro poste. Hice lo mismo que antes, pero mi yegua estaba corriendo sin mente, sin mi ayuda. Yo simplemente estaba allí para acompañarla a ella. Después de la segunda vuelta, pasamos de nuevo por los temporizadores. Estaba casi había terminado. Miré hacia adelante, pero Miss Wimpy miró a la derecha, y hacia la derecha se fue. Pero yo, no. Ya me había caído a la arena fría y suave.
Me levanté. Miré al juez. Alguien ya había calmado a Miss Wimpy. Pero ¿habíamos cruzado los temporizadores? Si no, mi recorrido habría sido descalificado. Le pregunté al juez si había sido un tiempo limpio? Me sonrió. Sí, había sido limpio. Nueve segundos.
Yo había ganado.