
“Amorcito, ya es hora de despertarse”, susurra José, acariciándole la carita a su hija que duerme pacíficamente. “Amorcito”, repite una y otra vez hasta que la niña abre los ojos de ónix para mirarlo, aunque sus pestañas ruegan juntarse de nuevo.
“Cinco minutos”, le suplica, un truco que ha aprendido de su mamá para poder disfrutar de unos momentos más de tranquilidad. Cinco minutos que siempre acunan los mejores sueños.
José, ya vestido, con pantalón caqui y camisa de manga corta con botones que alcanzan su cuello recién afeitado, la mira serio, pero nunca le puede decir que no a su niña menor. “Cinco minutos y nada más”.
Aún no ha salido el sol, pero José hace mucho que se ha acostumbrado a la soledad de estas mañanas oscuras. El silencio de la casa a estas horas nunca le causa inquietud. Le gusta estar solo con sus pensamientos, preparándose tranquilamente para el día que le esperaba.
Hoy, el vacío de la casa es un poco menor con la respiración suave de la niña que batalla, como siempre, contra el sueño con una lanza de pestañas. Con un suspiro, que es más bien una sonrisa, el papá finalmente levanta a la niña lentamente para poder vestirla con su uniforme del colegio. Y así empieza el mismo baile rítmico de todos los jueves por la mañana, el único día en el que su hija amanece en la casa.
Un brazo por aquí, una pierna por aca, las medias, si tu puedes, vamos, tus zapatos ¿donde están? Tu chaqueta está abajo, abre los ojitos que ya nos vamos.
José baja las escaleras con su hija colgada del pecho, unidos los dos en un abrazo soñoliento, como si nunca fueran a dejarse ir.
“Buenos días, caballeros”, les dice José a los vecinos que, apostados en los escalones de acceso a sus casas, fuman el primer cigarrillo del día. Todos lo observan mientras ayuda a la niña a acostarse en el auto, estirando las piernas en el asiento trasero para poder descansar durante el largo viaje hacia el colegio.
“¿Vas hasta Bethlehem otra vez?” le preguntaban, incrédulos ante su capacidad de sonreír tan temprano por la mañana. “¿No te cansas de conducir tanto?” Bethlehem, ciudad del Valle de Lehigh en Pensilvania, queda a 75 kilómetros de donde conversaban, a más de una hora de allí, aunque para José no sea más que un paseo de diez minutos. “Ese es mi trabajo. Por ella, hago lo que sea”.
Ya en la carretera, padre e hija van despertando lentamente con las voces de los anunciadores deportivos de la radio. La niña desayuna unas galletas con jugo mientras mira calladamente los paisajes de la carretera, como juez de la competición de belleza entre el amanecer constante y poderoso y los árboles encendidos con la llegada del otoño. Nunca puede escoger ganador, aunque no deja de empeñar el vidrio de la ventana con su aliento y de mandarles una sonrisa a ambos, para que ninguno se sienta mal.
El auto, humilde, pero en perfecto estado, finalmente atraviesa la cera frente a la iglesia de los Santos Simón y Judas, una presencia imponente junto al edificio sencillo donde se aloja la escuela. La niña le da un rápido beso a su papá en la mejilla y sale corriendo del auto para saludar a la profesora, que la esperaba en la puerta.
Solo otra vez, José le lanza una última sonrisa de adiós a la niña, hasta la próxima semana, cuando hará todo esto de nuevo.