
Durante mi niñez, mi familia tuvo perros siempre. Cuando yo nací, tenían a Jorge, y después de Jorge fue Scooby, y después de Scooby, Dawson. Dawson era un husky, y los huskies no son el perro “típico”. A Dawson no le gustaba recibir mucha atención. Quería estar solo gran parte del tiempo y le gustaba tener su propio espacio. Tampoco era un perro que diera afecto o besos—a lo más que llegaba era a expresarlo moviendo la cola, y hasta eso era raro. Yo era consciente de que a Dawson no le gustaba el afecto, pero era una niña y él era un perrito muy mono y, por eso, yo no escuchaba.
Una noche, cuando yo tenía once años y Dawson tenía dos, a la hora de dormir, mi padre y mis perros (mi familia tenía otra perra que se llamaba Bailee y que hoy tiene once años) estaban en el sótano. Yo fui a desearles buenas noches y a darles besos a mis perros. Bailee es una perra típica: a ella le encantan los besos y los abrazos y cada onza de afecto que pueda recibir. Después de darle las buenas noches a Bailee, fui a Dawson, que estaba en la sofá. Cuando me agaché para darle un beso, pensé en las palabras que mi padre siempre me decía: ¡no pongas tu cara en la cara de un animal que está durmiendo! Pero, Dawson no era un “animal”, era mi perrito, mi amigo. Así que acerqué mi cara a la suya y la besé.
En un momento, Dawson me mordió. Fue un aviso —¡no me toques!— pero él tenía un diente irregular, y ese diente me rompió el labio en dos partes como si fuera papel. Aunque podía ver mis dientes entre mis labio, la herida fue tan tan limpia y precisa que no había sangre… al principio. Habría mucha sangre después. Corrí al baño para mirarme la cara e, inmediatamente, estallé en llanto. Mi padre vino corriendo deprisa al baño y dijo: “¡Oh no! ¿Qué has hecho, hija?”
Dawson se quedó junto al baño, con las orejas agachadas y su cola entre las patas. Su intención no había sido lastimarme. Había sido un accidente, pero yo tuve que ir al hospital para recibir puntos en mi labio y mentón (había una perforación ahí también). En total recibí 12 puntos y 5 inyecciones en la cara esa noche. Por un mes, no pude sonreír ni comer nada crujiente. Fue horrible y difícil –me encantan sonreír y comer.
Dawson no vivió mucho más tiempo después de ese día —murió con tres años— pero durante el resto de su vida, nuestra relación fue fuerte porque yo aprendí una lección que mi padre había estado intentando enseñarme durante toda mi niñez: los animales no son juguetes, sino criaturas que merecen nuestro respeto.