biografía

Óscar con tres o cuatro años

Quiero empezar por aquí: mi padre vuelve del trabajo en su Renault 5 marrón claro. Por algún motivo, yo estoy en nuestra calle (luego avenida) aún sin asfaltar. Nos mudamos allí antes de que llegara allí la ciudad. Tengo cinco o seis años, pero no recuerdo que hubiera otro adulto conmigo. Mi padre me ve y yo me pongo a correr en la misma dirección del coche, tratando de competir con él. Mi padre sonríe y acelera nada más un poco. Yo disfruto el momento. No recuerdo más. Siento una pena infinita por mi padre; también por mi madre, pero por él más. No sé si fue feliz. No sé si tuvo remordimientos como padre. Nunca realmente me habló, pero yo lo quiero y lo siento más cada día; es porque ahora yo me voy haciendo viejo como padre (o ser padre me hacer sentir algo viejo). Hoy me veo como él, Antonio, pero al mismo tiempo también como Eliot, mi hijo. Soy los dos y a ambos los añoro: a mi padre real, que murió, y al hijo que yo fui y que ahora regresa en la forma de mi propio hijo. Quizás sea injusto con Tula, a la que adoro aunque no me vea reflejado en ella como sí me veo en su hermano.

Mis padres tuvieron un momento de felicidad del que yo fui testigo. Fueron mis primeros años de vida. Cuando aún les quedaban cerca los malos recuerdos de la infancia, pasada en la posguerra, entre incomodidades. Mi padre en un hogar alegre al que llegó la infelicidad cuando mi abuelo enloqueció y la hija mayor murió; mi madre en un hogar triste al que nunca llegaron muchos rayos de luz. No hablaban nunca de eso, pero yo lo fui sabiendo a fuerza de querer saberlo, en conversaciones buscadas con mi abuela Carmen y mi tía Rosario.

Un día mi padre me dio la razón. Yo había vuelto de Londres durante unos días, y quizás en el único día en el que me habló desde su corazón, me confeso que la vida con mi madre había sido siempre difícil, que él había pensado en la separación, pero que tampoco hubiera sabido qué hacer después. Siempre tuvo miedo, pero lo aguantó. Quizás un poco como yo. Era vulnerable, pero siempre se aguantó, nunca hizo ruido, nunca se quejó. Eso me dijo mi primo Juan, el mayor, el más ejemplar de todos nosotros, minutos antes de que lo cremaran: «Pasó su vida sin querer molestar nunca a nadie, y es así como se ha ido».

Hace una semana cené con David, mi hermano, después de una difícil reunión con nuestro tío político Enrique (recién viudo de mi tía Joaquina, hermana menor de mi madre), en la que estábamos mi primo Juan (su padre era el hermanastro mayor de mi madre: estuvo en la cárcel, se suicidó o lo mataron: sé que mi padre reconoció el cadáver), mi prima Carolina (hija de mi tía Matilde, la menor de todas: mi madre dejó de hablarse con ella a la muerte de mi abuela), David y yo. Ahora no quiero escribir sobre esa reunión, que fue sobre todo triste, sino sobre el rato que pasé con mi hermano. No es frecuente que estemos él y yo solos, pero siempre lo disfruto porque a David lo quiero mucho. Soy su hermano mayor (tres años y medio) y siempre me ha salido cierto instinto protector hacia él. En muchas cosas es mejor que yo, y me alegro mucho escribirlo, porque he tardado tiempo en aceptar que no fuera como yo: más conservador, más tímido, más callado, más noble, más respetuoso con los demás que yo; menos ambicioso, menos arrogante, menos apasionado, menos expresivo, menos arriesgado, menos dado a la cosas de la mente que yo. Pero todo para bien. Es en mis sobrinos, Daniel y Cristina, donde él encuentra ahora su recompensa. Serán como él, pero con un mejor horizonte, porque él su padre. Su mujer, Cristina, lo merece. Se merecen el uno al otro. También a ella la entiendo y la aprecio mucho ahora.

Hubo un tiempo en el que siendo niños David me irritaba a veces en los juegos que compartíamos con los demás. Fue una tontería, pero yo lo hacía sufrir. No me olvido de eso. La ira que a veces sentía entonces surge ahora también cuando a veces me enfado con Tula o Eliot. Es algo irracional, que no tiene nada que ver con ellos. Les grito o doy un golpe en la mesa. Luego busco el momento para disculparme. Ellos saben que lo haré. Eliot me abraza comprensivo, pero Tula me lo reprocha. No me importa.

Óscar en el estudio de Angel, Islington, en Londres, en 1990

Otoño de 1991. Estoy en ‘Angel Studios’, en Islington, Londres. Este es un rincón de mi espacio de trabajo. Arriba tengo un enorme techo de cristal con algunas grietas. Cuando llegue febrero, nevará y el techo se convertirá en una enorme capa de hielo. Pasaremos mucho frío. Fue una época difícil, pero al mismo tiempo indescriptiblemente maravillosa. No diría que feliz, porque entonces no sabía lo que estaba viviendo, la importancia de esos años en mi vida, el valor (y el mérito) de lo que hice y por qué lo hice. Juventud. ¡Qué personas conocí, qué amigos hice, qué cosas aprendí…! A estar sólo, eso seguro; a ser independiente; a aguantar el miedo. También a ser pobre. Y a vivir día a día, cada uno como un nuevo comienzo. Escasa seguridad. Muy escasa comunicación con la familia y los amigos de aquí. Recuerdo con meridiana claridad algunos momento duros, algunos lugares. Mary siempre estaba, pero al mismo tiempo, tampoco estaba. Sólo nos veíamos de noche, con poca intimidad por los compañeros de piso, aunque nuestra habitación, casi colgada sobre el río, fue un espacio íntimo como recuerdo pocos. Y los fines de semana, que tanto me reconfortaban. Cuantas imágenes vienen a mi cabeza. Mis amigos Phil y Sophie, a los que sigo viendo y queriendo. Entonces eran pareja. Hoy Phil está felizmente casado (con David) y Sophie sigue buscando un destino sentimental que nunca llega. Yo estaba en Sevilla, había terminado (con éxito) la carrera de bellas artes, y pasado un verano entero pintando de noche en el patio del piso de Mary en la calle Lanza. En octubre me iba a Londres (en tren), sin haber estado allí nunca, ni imaginar lo que aquello sería… o mi vida allí. Qué soledad en los primeros días, qué perdido estaba.

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Siento que es más fácil escribir sobre el pasado que sobre el presente, sobre las cosas en las que he pensado mil veces, los lugares y los momentos a los que siempre regreso con el pensamiento, antes que lo ha ocurrido esta semana o en el último año. Tampoco tengo el hábito de escribir sobre mí mismo, así que he decidido no pensarlo mucho y dejarme llevar. Sí sé desde hace varios días que lo próximo sobre lo que escribiera tenía que ser Londres, donde estuve de 1989 a 1995. Uno de los grandes acontecimientos durante mi primer año allí —uno de los grandes acontecimientos de mi vida— fue conocer en agosto de 1990 a Ángela de la Cruz en Angel Studios. Mis amigos Gabi, Curro y Javier, todavía estudiantes de arquitectura, habían venido a visitarme y fue un día que les enseñaba mi estudio que Ángela apareció por primera vez. Sobre las dos semanas que mis amigos pasaron en el piso de Bethnal Green que yo compartía con Norell y Thomasina, estudiantes de escenografía en el Royal School of Arts, con visita incluida a la granja de la familia de Mary, a pocos kilómetros de Chester, en Cheshire, seguiríamos hablando durante muchos años. Pocas veces en mi vida han dado tanto de sí dos semanas. Fue en uno de aquellos días que Ángela apareció en Islington para ocupar el estudio justo al lado del mío. Para acceder a él, tenía que pasar por el mío, así que nos íbamos a ver muy a menudo. «Otra española», pensé. Era ruidosa, neurótica, alegre y extremadamente afable. También algo orgullosa y muy insegura de sí misma, aunque luego me daría cuenta de que sobre todo era increíblemente tozuda y muy constante. Tanto, que tarde años en comprobar cuánto lo era. Y como amiga, la más leal que he tenido nunca. La historia de Ángela da para mucho y hoy la conocen los interesados en arte contemporáneo de prácticamente todo el mundo. Finalista del Premio Turner en 2010, Premio Nacional de Bellas Artes en 2017 y una de las artistas más reconocidas de Europa. En el programa Metrópolis le hicieron un bonito reportaje hace ahora dos años. A Londres llegó en el verano de 1988, huyendo de su padre en La Coruña y de los estudios de Filosofía en Santiago. No la había dejado estudiar arte, así después de acabar tercero de Filosofía, se fugó a Londres con la excusa de ir a estudiar inglés. A Galicia no volvería hasta el funeral de su padre, que había nacido en San Fernando, provincia de Cádiz, era médico y autor teatral en sus ratos libres. Su mala relación con él le daba a Ángela para infinidad de anécdotas divertidas. Aquellas en las que además aparecían sus dos tías monjas, también gaditanas y muy tacañas, eran las mejores. Como siempre ha hecho con todo, Ángela no dramatiza nunca. Se ríe de todo, pero sobre todo de sí misma. Un día llegó al estudio muerta de risa porque en un largo viaje en metro en el que no sé que le había estado contando a su amiga Diana, de Madrid, despreocupada porque al hablar en español no la entenderían, la pasajera que iba frente a ellas, antes de bajarse en su estación, se acercó a Ángela y le dijo: «gorda y gilipollas». Esto describe perfectamente la intensidad de Ángela, y lo desesperante que puede llegar a ser. Llena de fobias (a los gatos y a los perros sobre todo) siempre se lo pasaba bien y siempre iba rodeada de sus «mejores» amigos, una corte que nunca dejaba de crecer, pero de la que uno no se descolgaba nunca. Ángela siempre ha sido grande.

Uno de los rituales de aquellos años consistía en que Ángela me trajera comida al estudio después de terminar su jornada en alguno de los muchos cafés de museos o centros de arte en los que trabajó. Como camarera era encantadora, un desastre, la viva imagen del desamparo. Siendo pobres los dos, Ángela me ayudaba trayéndome comida casi a diario. En esta foto de 1993 (la hizo Jerry, su pareja entonces y aún hoy), que es una de las dos o tres que tengo en la que estamos los dos, sé que estoy comiendo algo que ella me trajo.

Óscar y Ángela en el estudio de Angel, Islington, en 1992

Lo que quiero contar es que yo no respondí a la lealtad de Ángela con la convicción y la honestidad que ella se merecía. En aquellos años yo ejercía de artista con talento. Sabía lo que quería hacer, tenía ya algunas exposiciones y había vendido cuadros. Ángela seguía estudiando, primero en Slade y luego en Goldsmiths, pero mantenía el estudio de Islington no sé muy bien por qué. A veces pienso que era por una cierta dependencia en mí. A Ángela le resultaba imposible perder un afecto. Necesitaba que todo el calor que había conocido siguiera siempre con ella. Yo no me la tomé entonces lo suficientemente en serio. Me sentía, en cierto sentido, superior a ella. Cuando volví a Sevilla en 1995, perdimos el contacto durante un par de años. Apenas había email entonces, y yo seguía siendo pobre, por lo que no me permitía las llamadas de larga distancia. Las navidades de 1997, tras año y medio dando clases y con algo de dinero viajé a Nueva York por primera vez. Fue al ver el listado de exposiciones de las galerías de Chelsea, cuando descubrí el nombre de Ángela. Inauguraba en un par de días y yo estaba allí. ¿Cómo había llegado ella hasta allí? ¡Una exposición en Nueva York! Fui a la galería y allí estaba ella terminando de montar. ¡Qué sorpresa para ella pero también para mí!

Desde entonces, siempre que he ido a Londres he ido a verla. En abril de 2005, cuando trajo al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo su obra Larger Than Life, organizamos una fiesta en mi casa. Unos meses después, en noviembre, días después de que Morgan y yo estuviéramos con ella y con Jerry en su casa en Londres, y nos dijera que estaba embarazada, sufriría el ictus que la tuvo dos años en el hospital y del que nunca se recuperaría del todo. Su hija, Angelita Lola nacería sin que ella pudiera salir del hospital, o luego pudiera sostenerla alguna vez en sus brazos. Ángela vive en silla de ruedas y tiene grandes dificultades para hablar, para sostener cosas, o para comer o beber por sí sola. Jamás la he oído quejarse. Jamás ha dejado de llamarme, aunque entenderla ahora por teléfono es casi imposible. Tampoco ha dejado de trabajar nunca, ahora con ayuda de asistentes. Escribo esto, porque cuando las cosas vienen mal dadas, o estoy muy cansado, o quejoso con alguna parte de mi vida, pienso siempre en Ángela. En febrero de este año, estuvimos todos en la inauguración de su gran retrospectiva en el Centro Gallego de Arte Contemporáneo de Santiago de la Compostela, la ciudad de la que había «huido» treinta años antes para ser artista. Yo viajé apenas un mes después de haberme roto la tibia y alquilé una silla de ruedas. Nuestro encuentro en la exposición, ella en su silla y yo en la mía, fue bastante cómico por no decir que absurdo. El día de la inauguración en Santiago con Tula, Eliot y Morgan, además de mi amigo Gabi, que conoció a Ángela en Angel Studios el mismo día que yo, y Sonia que vino de Barcelona, con Jerry y una Angelita Lola (que nació contra todo pronóstico) adolescente ya, las hermanas y la madre de Ángela, a las que no conocía, también allí, es uno de los más bonitos momentos de mi vida.

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Es fundamental que dedique un momento en esta biografía al poeta Luis Cernuda (Sevilla 1902- Ciudad de México 1963), porque hay poemas suyos que me han acompañado siempre y, aunque no lo releo como me gustaría, aprovecho cada oportunidad que tengo para regalar su libro Ocnos a los amigos más queridos. La última vez que fue este verano, a mi querida amiga Gloria, a la que conocí en Roma en 1990 y a la que, después de muchos años, volví a ver a mediados de julio en Madrid.

El poeta Luis Cernuda en sus últimos años

La idea de un jardín añorado en Sevilla, como símbolo de la infancia y la juventud del poeta, recordado en la soledad del exilio británico primero y americano después, lo acompañan siempre. Yo me identifico mucho con este símbolo, así como con todos los empleados por el poeta, por la sencilla razón de que siempre he creído que es cierto lo que escribe. Me lo pareció, como una revelación, la primera vez que le leí. La voz de Cernuda es clara y profunda, sin artificios. De algún modo, todo lo que merece la pena aprenderse está condensado en las páginas de su obra. Yo quiero añadir a esta biografía dos referencias de Cernuda a ese jardín (aquí es el Alcázar de Sevilla), una como poema y otra con la prosa poética de Ocnos, aunque ambas piezas tituladas «Jardín Antiguo», además del poema «He venido para ver» y otra pieza de Ocnos titulada «Escrito en el Agua», que es mi preferida del libro.

Jardín Antiguo (Las Nubes, 1942)

Ir de nuevo al jardín cerrado,
que tras los arcos de la tapia,
entre magnolios, limoneros,
guarda el encanto de las aguas.

Oír de nuevo en el silencio,
vivo de trinos y de hojas,
el susurro tibio del aire
donde las almas viejas flotan.

Ver otra vez el cielo hondo
a lo lejos, la torre esbelta
tal flor de luz sobre las palmas:
las cosas todas siempre bellas.

Sentir otra vez, como entonces,
la espina aguda del deseo,
mientras la juventud pasada
vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.

Jardín Antiguo (Ocnos, 1942)

Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor tenía de verde las hojas y el agua de un estanque. Y ésta, al salir afuera, encerrada allá tras la baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda, densa, serena y misteriosa.
Luego, estaba la escalera, junto a cuyos peldaños había dos altos magnolios, escondiendo entre sus ramas alguna estatua vieja a quien servía de pedestal una columna. Al pie de la escalera comenzaban las terrazas del jardín.
Siguiendo los senderos de ladrillos rosáceos, a través de una cancela y unos escalones, se sucedían los patinillos solitarios, con mirtos y adelfas en torno de una fuente musgosa, y junto a la fuente el tronco de un ciprés cuya copa se hundía en el aire luminoso.
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas. El rumor inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de calor. Entre las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías blancas que coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía esbelta como el cáliz de una flor.

Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos.
Más tarde habrías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.

He venido para ver (Los placeres prohibidos, 1931)

He venido para ver semblantes
Amables como viejas escobas,
He venido para ver las sombras
Que desde lejos me sonríen.

He venido para ver los muros
En el suelo o en pie indistintamente,
He venido para ver las cosas,
Las cosas soñolientas por aquí.

He venido para ver los mares
Dormidos en cestillo italiano,
He venido para ver las puertas,
El trabajo, los tejados, las virtudes
De color amarillo ya caduco.

He venido para ver la muerte
Y su graciosa red de cazar mariposas,
He venido para esperarte
Con los brazos un tanto en el aire,
He venido no sé por qué;
Un día abrí los ojos: he venido.

Por ello quiero saludar sin insistencia
A tantas cosas más que amables:
Los amigos de color celeste,
Los días de color variable,
La libertad del color de mis ojos;

Los niñitos de seda tan clara,
Los entierros aburridos como piedras,
La seguridad, ese insecto
Que anida en los volantes de la luz.

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.

(aquí, este poema leído por el propio poeta)

Escrito en el agua (Ocnos, 1942)

Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las estaciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad íntima.
Pero terminó la niñez y caí en el mundo. Las gentes morían en torno mío y las casas se arruinaban. Como entonces me poseía el delirio del amor, no tuve una mirada siquiera para aquellos testimonios de la caducidad humana. Si había descubierto el secreto de la eternidad, si yo poseía la eternidad en mi espíritu, ¿que me importaba lo demás? Más apenas me acercaba a estrechar un cuerpo contra el mío, cuando con mi deseo quería infundirle permanencia, huía de mis brazos dejándolos vacíos.
Después amé los animales, los árboles (he amado un chopo, he amado un álamo blanco), la tierra. Todo desaparecía, poniendo en mi soledad el sentimiento amargo de lo efímero. Yo solo parecía duradero entre la fuga de las cosas. Y entonces, fija y cruel, surgió en mí la idea de mi propia desaparición, de cómo también yo me partiría un día de mí.
¡Dios!, exclamé entonces, dame la eternidad. Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte, Y amé a Dios como el amigo incomparable y perfecto.
Fue un sueño más, porque Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pasar. Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida. Me lo dijo la conciencia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser. Y si Dios no existe, ¿como puedo existir yo? Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia.

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Tomo prestadas unas palabras que José Saramago leyó en el discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura (1998) refiriéndose así a su abuela Josefa: «Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada».

Mi Tita Rosario ya no tiene cabeza para entender estas cosas, porque tiene 93 años (nació el 10 de septiembre de 1926) y demencia senil desde hace dos o tres, pero ella también, sin saberlo, ha vivido así. Sigue siendo la persona más alegre y más inocente que yo he conocido nunca, y, desde que tengo uso de razón, me ha inspirado de la forma más natural posible, a través del amor incondicional y desinteresado. Temerosa de Dios, respetuosa con el mundo hasta en los pliegues más elementales de la vida, nunca se ha quejado por nada, nunca ha dejado de trabajar, y nunca ha dejado de cuidar a los demás. Mis dos abuelos paternos, Pablo y Lola, mi tía Pepa, a la que no conocí, y Joaquín, su marido, con el que se casó siendo ambos ya mayores, murieron arropados por la abnegación de Rosario.

Hoy vive en la residencia de San Juan De Dios, en la calle Sagasta, donde la cuidan muy bien y donde la quieren mucho. Y nos hace reír porque está verdaderamente loca. Antes vivió una vida difícil, abrumada por las responsabilidades. Yo la recuerdo corriendo siempre de un lado para otro, con sus altísimos tacones (porque ella es muy bajita), o cosiendo en una sillita en su casa, o en la máquina Sigma. Se ganaba la vida como sastra y cuando mi abuela empezó a necesitar cuidados constantes, Rosario dejó de trabajar en el taller de la caller Córdoba y se dedicó a hacer arreglos de trajes de caballero para Galerías Preciados (donde trabaja mi padre como jefe de planta) que ella podía traerse a casa. Cuando mi madre salía de compras por las tardes, o mis padres salían los sábados por la noche, mi hermano David y yo nos quedábamos siempre a dormir en su casa de la calle Tambre, justo al lado de donde nosotros vivíamos. Éramos felices allí, en el reino de la absoluta simplicidad, en esa pequeña Arcadia. Cosas que no podíamos hacer en nuestra casa, eran sencillas en la de Rosario. Recuerdo haber montado muchas veces una tienda de campaña con una manta vieja y unas cuerdas en su pequeña cocina, cuando quizás yo tuviera seis o siete años; recuerdo haber hecho innumerables dibujos en la mesa de su salita de estar frente al televisor, viendo a los Payasos de la tele, y haber usado harina y agua como pegamento para mis manualidades; recuerdo sus cenas de croquetas (congeladas) y tortilla francesa, que me encantaban; recuerdo lo que le costaba sacar a mi abuela de su sillón para llevarla a la cama después de haberla ayudado a asearse; y recuerdo muchas conversaciones con ella en los años que siguieron a mi infancia. En los años en los que Joaquín aún vivía (se casó con él cuando mi abuela murió, y yo creo que fue para no estar sola), muchas veces se preguntó, desalentada por ese matrimonio en el que había quedado atrapada y por la falta de hijos y de otras satisfacciones elementales en la vida, sobre el valor que pudiera tener su vida. Yo le decía que pensara en el aprecio y respeto que le tenían todos los que la conocían, y en el amor que sentíamos por ella mi hermano David y yo, y también mis primos, aunque no sé si en algún momento la consolé realmente. Rosario nunca calculó, nunca se protegió, y así experimentó muchas de las asperezas de la vida. Mi madre fue cruel con ella, por celos, y mi padre, que la llamaba todos los días, hasta que murió, mantenía su relación con ella casi en secreto.

Rosario, sin quererlo, era el centro de nuestra familia, la de los Ceballos, como ella decía. Se sentía orgullosa de cómo había sido sobre todo su padre, mi abuelo Pablo, maestro-albañil con Anibal González en la Plaza de España, un hombre digno, humilde, elegante, que a ella la llamaba «mi hijita», y que no tuvo suerte en la vida. Mi abuela era más seria, y mi padre había salido a ella, pero los hermanos mayores, Juan y Manolo, eran un jolgorio, y muy buenos también. Qué pena me da no haberlos conocido más, haber estado siempre alejado de ellos y de sus familias, si bien es cierto que sus esposas eran difíciles y nunca entendieron mucho esa armonía y ese amor de los hermanos. A Juan le gustaba el teatro, a Manolo cantar. Artistas aficionados con humildes trabajos: representante de una imprenta el uno y soldador en Astilleros el otro. Siento un gran afecto por esos hombres a los que en realidad conocí tan poco, y sólo de niño. Como por mi padre, al que trato de entender hora, imaginando su pensamiento, sobre todo sus ideas y sentimientos sobre mí a lo largo de los años. Todas las cosas que no me dijo, pero que sintió como si me las dijera, sé que están ahí.

Eliot y Tula adoran a la tita Rosario. Me conmueve las cosas que Eliot le dice cuando vamos a verla, tan ingenuo él, tan afectuoso. Siento que mis padres no puedan tener eso ahora.

Mi tía Rosario con Tula, en julio de 2019

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De niño, creo que no descubrí el miedo hasta que descubrí el miedo de mis mayores, junto con sus angustias, su infelicidad, sus conflictos, su mezquindad, y su pequeño heroísmo cotidiano, sobre todo el de mi padre, al que recuerdo estoico, silencioso y noble. En parte, es así como yo también me veo ahora. De mi madre recuerdo, sobre todo, sus berrinches de sábado por la tarde, después de que mi hermano y yo hubiéramos estado encerrados en el piso todo el día (no había parques infantiles por todas partes entonces), su malhumor, su naturaleza caprichosa e iracunda. Y la recuerdo joven. A mi madre siempre la recuerdo joven. Mi hermano y yo fuimos niños de escaparate también en sábado por la tarde, entre las amigas de mi madre, o las compañeras de trabajo de mi padre, que más bien parecían compañeras de mi madre: sección de perfumería u oportunidades de Galerías Preciados. Ah… y las tortitas con nata que a veces subíamos a tomar en la cafetería (tipo americano) de la última planta-azotea, donde también estaban las oficinas y donde, años más tarde, yo firmé mis primeros contratos de trabajo para las campañas de Navidad. Aquella empresa (tuvo que ser muy agradable para ellos) funcionaba en los años 70 como una gran familia. Recuerdo a muchas de aquellas personas, compañeros y amigos de mis padres, con mucho afecto. A sus hijos, con los jugué. El buen humor y el optimismo dd aquellos adultos que, como mis padres, crecieron durante los años más duros y tristes de la dictadura. Deben de haber sido los años de más felicidad en la vida de mis padres, años de trabajo duro, pero llenos de esperanza y de color. Lo que aquel entorno me expresaba —lo recuerdo muy bien— era hermoso, inocente, nuevo y sencillo.

Pero caí en el mundo, como dijo Cernuda, y así me hice mayor demasiado pronto, aún siendo un niño. Esta realización me conmueve profundamente, porque creo que también le ha ocurrido, o le está ocurriendo a Eliot. Y ahí me encontré a mi madre como un ser extraño, incluso para sí misma, que poco a poco iría expresando sin reparo su dolor y volcándolo en la forma de una culpa original sobre nosotros. Mi padre y yo, sin duda, interiorizamos aquel dolor, y cada uno a su modo, hizo lo que pudo. El amor que mi madre no entendía sino como posesión absoluta, su indefensión respecto a aquellos sentimientos suyos tan primarios, sus celos, su egoísmo, su desgarradora lucha por que algo fuera solo suyo, nos acabó arrastrando a todos. A mi padre a una infelicidad silenciosa, a mi hermano a una docilidad que lo dejó medio indefenso ante la vida adulta, forzando su conversión en el hombre bueno, pero algo desamparado, que es hoy, a mí a la rebeldía, al orgullo, a sacar fuerzas de un amor propio que usé muchas veces a la desesperada. Todo esto se incubó en mí desde muy temprano, ¿desde los nueve o los diez años? Mi madre, en fin. Ni comprensiva, ni severa, sino obsesiva y ajena a lo que la rodeaba, siempre construyendo su endeble mundo de apariencias, con unos cambios de humor que yo, de niño, aceptaba como naturales, aunque no los entendiera, como su vanidad, nunca satisfecha, sus complejos, o su desprecio pueril hacia mi padre (no al hombre, al que yo creo que quiso) sino al punto de partida al que él le recordaba, al origen humilde que compartían, como una permanente humillación para ella, un pasado del que renegaba). Con ella al lado, crecí sintiendo (pero no sabiendo) que me faltaba un anclaje sólido en la vida, algo más allá de mi madre que me sacara del desamparo que sentía y del que hasta creo que me sentía culpable. ¿Cómo podía un niño sentir esos miedos? Por supuesto, eran cosas de las que no podía hablar con nadie, ni con los otros niños, ni con los adultos. A mi alrededor, aunque hubiera unos abuelos, algunos tíos dispersos e incluso algunos primos (a los que apenas veía), y mi tía Rosario, por supuesto, empezó a crecer la sensación de vacío, un vacío enorme. Es quizás por ello que muy pronto empecé a habitar el mundo con mis dibujos, como una seña de identidad. Era muy hábil, pero no imaginativo; la introspección me dominaba siempre, y la necesidad de ver algo perfecto en el resultado de mis cosas. Envidio la despreocupación y el talento narrativos de Eliot, o la abundancia de los diseños de Tula, con un dispendio de materiales que a mí nunca me permitieron.

Una imagen feliz en la salida de casa de cuando tenían siete u ocho años. Desde el teléfono que aparece en la mesita de la izquierda, llamé muchas veces a mi padre a su trabajo: «¿Se puede poner el Señor Ceballos?»

Escribo esto aun sabiendo que soy injusto, pero es así como lo siento y como hoy lo recuerdo. Ojalá nuestros dramas familiares hubieran sido otros, pero todo era muy pequeño, tanto que –ahora lo pienso– a mí me obligó a acortar la infancia para hacerme mayor que mis mayores antes de tiempo. Mi padre… ¿por qué nunca habló conmigo? ¿por qué, ni siquiera en los dos o tres momentos difíciles que me pudo ver pasar, se acercó a mí? ¿por qué se escondió siempre (de mí)? Cuando con catorce o quince años iba a su trabajo a última hora del día, para volvernos juntos a casa en su coche después de mis clases en la Escuela de Artes y Oficios –a mí me enorgullecía que fuera jefe de planta en Galerías Preciados–, todos sus compañeros mostraban un enorme aprecio y respeto por él. ¿Por qué en casa ese mismo hombre desaparecía? Durante la mayor parte de sus años de trabajo, hasta que tuvo que pre-jubilarse con 58 años, cuando ya la empresa estaba a punto de hundirse, mi padre sólo descansó los domingos. Su jornada terminaba a las 9:00 de la noche, cuando cerraban la tienda, pero comenzaba antes de que la abrieran. Siempre me dijo que me dedicara a otra cosa, que tuviera un trabajo distinto al suyo (claro, yo iría a la universidad y él, inteligente y estudioso como era, tuvo que empezar a trabajar con 15 años, cuando mi abuelo, al jubilarse, descubrió que los arquitectos con los que había trabajado como maestro de obras, lo habían tenido dado de alta como peón albañil. La pensión apenas les daría para comer. Eso lo volvió loco, y mi padre se tuvo que poner a trabajar). Era mi padre quien nos llevaba al colegio en coche por las mañanas. Aunque nuestro barrio era de clase media, más bien humilde, mis padres nos llevaron a un colegio de clase media-alta en el barrio los Remedios. De los seis a los diecisiete años, estuve atravesando lo que entonces era media ciudad, cuatro veces al día, para ir al colegio. Esos paseos en coche con mi padre por la mañana me encantaban, escuchando la radio. Recuerdo también los domingos con él en casa, especialmente, y no sé por qué, en invierno. A veces jugábamos a los dados o a las cartas antes del almuerzo. Recuerdo un día cuando yo estaba en séptimo u octavo de EGB y estudiaba en mi cuarto por la noche, cuando él llegó del trabajo y me pasó una mano por la cabeza que no esperaba. No dijo nada, pero entendí que apreciaba el esfuerzo que yo hacía. Esto debía darle tranquilidad. Pocos gestos como ese se permitió a lo largo de los años.

Mientras tanto, mi madre iba haciendo de aquel piso al que nos habíamos mudado cuando yo tenía tres años (y del que me fui para no volver con veinte), o, mejor dicho, iba haciendo de la familia que vivía dentro de aquel piso, su fortín. Fuimos rehenes dentro de aquel espacio consagrado a las pequeñas colecciones y a los pequeños «vicios» de mi madre. Figuritas de porcelana o alpaca, jarrones, juegos de café, bandejas, aparadores, alacenas, marcos de plata (con fotos de las que mi madre eliminaba quirúrgicamente a aquella de sus hermanas con la que no se hablara).. Muchos de aquellos objetos acabaron tras su muerte, hace poco más de dos años, en el puesto del mercadillo de El Jueves de Rosa y Manuel. Qué triste, pero qué liberador, fue hurgar en el último piso y trastero de mis padres, y vaciarlos, exorcizando, aunque ya no hiciera falta —porque mi madre también lo había entendido— lo absurdo de aquel tiránico empeño decorativo suyo, que no fue más que s la expresión de su necesidad de detener el tiempo, atesorando objetos que, a diferencia de nosotros (al menos de mí, su hijo mayor), no se le escaparían de entre las manos. Esto lo entendió tarde, y sólo a medias. A mí siempre me conmovió la docilidad con la que Tula y Eliot entraban en ese pequeño último piso de mis padres y como mi madre los dejaba jugar dentro de un orden, poniendo una sábana encima del sofá para que no se manchara, pero dejándolos hacer. A través de aquel pomposamente modesto orden material de las cosas, mi madre quiso evitar la mutabilidad de las cosas. Es absurdo; es comprensible. Siento pena, siento dolor. No era más que eso, pero cuánto era eso… He vuelto obsesivamente, una y mil veces, sobre aquel reducido escenario hermético de mi infancia y adolescencia, aquella calle que nunca veíamos, aquellos amigos que nunca venían a casa, aquel absurdo suelo de madera que no podíamos pisar con los zapatos de la calle, aquel salón incómodo, oscuro y siempre deshabitado, que siendo yo muy pequeño recuerdo aún como un espacio de luz, al que incluso, a veces, le abrían de par en par las puertas de la terraza para sacar allí la tele y cenar al fresco en verano (felicidad absoluta).

Una parte (pequeña) de la colección de mi madre a la venta en el puesto de Rosa Paz en El Jueves