La rutina de no tener llaves

María José en Jardines de Murillo / CELIA ARCOS

María José y Paco no se conocen, pero ninguno de los dos tiene hogar. En este texto relatan como es su vida sin llaves, el transcurrir del tiempo sin techo.

MAÑANA

María José termina de rociar con espray de menta el cajero donde ha dormido, recoge sus pertenencias, ata a sus dos perros y mete a sus dos gatos en un carro de Mercadona. Como todas las mañanas, abandona el cajero antes de que lleguen el director o la limpiadora. Como todas las mañanas, su rutina comienza antes de las ocho. “Cuando empecé en la calle, hace seis o siete años, dejaban muchos más cajeros abiertos. Ahora, como la gente puede pagar con los móviles, cada vez son menos los que  están disponibles”, comenta mientras trata de callar a Rex, un pequeño Beagle de cuatro años. María José tiene 60 años y nunca ha dormido a la intemperie. Desde que se vio por primera vez en la calle, siempre supo que debía protegerse en un cajero o en lugares cerrados por su condición de mujer. María José es una de las 444 personas que, según el recuento realizado en 2016 por el Ayuntamiento de Sevilla y por diferentes asociaciones, viven en las calles de la ciudad. Paco, sevillano de 64 años, prefiere despertarse en algún banco público, en un bordillo o en cualquier pequeño espacio que encuentre en la calle. El albergue no es cómodo para él. No le gusta que todos compartan el mismo lugar, ya que pueden darse situaciones incómodas con personas en estado de embriaguez o drogadas. “Aquello es un cajón de sastre. Todo lo que sobra en la calle lo van metiendo allí” se queja Paco.

Las historias de María José y Paco en la calle tienen un punto de partida similar. Ambos acabaron viviendo en la calle tras la muerte de sus padres, entre un cúmulo de desavenencias familiares e inconvenientes laborales. Para Francisco, trabajador de la Unidad de Calle del Equipo de Intervención en Emergencias Sociales de Sevilla, uno de los aspectos a trabajar con las personas sin hogar son los vínculos familiares. “Se trabaja a nivel técnico en la recuperación de los lazos familiares y de la autoestima. Hay que sanear las relaciones, y cuidarlas”. María José tiene primos y tíos, pero dice que no quiere molestarlos. Balbucea la palabra “orgullo”, y aunque piensa dos veces antes de decirla, la acaba masticando. “Puede que sea por orgullo, no quiero incordiarlos”, dice. La familia de Paco desconoce su situación. Con el fallecimiento de su madre, dos infartos a cuestas y un estado de salud delicado, decidió cortar la relación con ellos.

Paco pasa muchas de sus tardes en la Biblioteca Pública Infanta Elena / CELIA ARCOS

Una anciana se detiene ante el carro de Mercadona y saluda a María José. “María José, ¿has visto el perro de Emilio? se le perdió ayer”. “Qué va, si estuviese por aquí se habría quedado jugando con Rex y los gatos”. “Bueno… si lo ves avísame”.

Aprovecha las mañanas de los días soleados para lavar y secar la ropa en los Jardines de Murillo. Allí se convierte en atractivo para los turistas, que paran para fotografiar su extravagante carro, sus mascotas y a ella misma. En el parque despliega su campamento. Por un euro compra detergente. “Un amigo que también vive en la calle me lo recomendó, en aquella tienda lo venden muy barato, así que, para que la ropa tenga un buen olor, le echo siempre un  poco”,  dice con satisfacción. Para Paco, es costumbre que la ropa esté limpia y él bien aseado. “Si lo he estado durante toda mi vida, ¿por qué no lo iba a estar ahora, aunque viva en la calle?” Paco piensa que hay personas que descuidan mucho su aspecto y que eso repercute de manera negativa en todas las personas que viven en la calle.

Además del aspecto, uno de los estereotipos que pesan sobre las personas sin hogar es la dro- gadicción y el alcoholismo. En la última encuesta realizada por el Instituto Nacional de Estadística en 2012, el porcentaje de personas sin hogar que no consumían alcohol en España era del 56%, mientras que el de drogas llegaba al 63%. “Por la imagen que unos transmiten, se les estigmatiza a todos”, señala Francisco.

“A mí no me gusta pedir dinero ni aparcar coches, mis únicos vicios son el tabaco y el café”, cuenta Paco mientras pasa las páginas del último libro de ciencia ficción que está leyendo.

MEDIODÍA

Con la hora de comer comienza un nuevo recorrido. Algunos días, María José aprovecha los ali- mentos que ha podido comprar o que le dan los vecinos que ya la conocen. Otros, coge el carro y sus mascotas y tira de ellos hasta alguno de los comedores sociales que hay en la ciudad. “Como rápido para no dejar mucho rato a los animalitos fuera en la calle, con ellos no puedo entrar en el comedor”. Cuando la comida se la llevan voluntarios que la encuentran en la propia calle, saben que a los gatos de María José les gusta la caballa, así que siempre les guardan un trozo.

Un grupo de personas se agolpa en la puerta del Comedor de San Juan de Dios en la calle Misericordia. Una mujer se apoya con el brazo, cansada, en el tronco del árbol que le da sombra. Otro hombre que espera en la entrada trata de abrir la puerta con el extremo de la muleta que le sostiene. De lunes a viernes, Paco acude a este comedor. Diferentes instituciones religiosas y organizaciones privadas, además de la administración local, tratan de cubrir las necesidades básicas de las personas que no tienen hogar en Sevilla. Para Paco, esta ayuda es sólo una venda con la que es- tabilizar la situación de las personas que viven en la calle, “para no dejarnos morir de hambre” dice.

María José siempre lleva un retrato de la Macarena entre sus pertenencias / CELIA ARCOS

TARDE

Aunque el perfil más común es el de hombres, en su mayoría de nacionalidad española, entre los 45 y los 64 años, las personas que acuden a los comedores sociales son muy diversas, desde jóvenes y extranjeros hasta familias completas. Después de la comida, Paco visita todas las tardes la Biblioteca Pública Infanta Elena, entre el Parque de María Luisa y la dársena del Guadalquivir, donde lee, ve películas y se resguarda del frío en invierno y del calor en verano. A veces, se queda dormido, los asientos son anchos y están revestidos con una fina tela oscura que invita al sueño. Otras veces, es alguno de sus compañeros el que encuentra el sueño entre los libros, y Paco, cuando llega la hora de abandonar la biblioteca, le avisa de que deben irse. “Algunos se meten en los baños e intentan asearse, otros, como no duermen bien por las noches, se descalzan y se quedan dormidos ahí mismo”. La voz de Paco es suave y tranquila, su tono no revela ausencia de techo, de casa, de colchón. Paco podría pasar por uno más en la cola del supermercado, en la farmacia yendo a comprar ibuprofeno, en un bar preguntando amablemente si puede utilizar el aseo, porque Paco es uno más.

En la calle hay clases, hay conocidos y desconocidos. Paco explica la jerarquía que sustenta la balanza social de los que no tienen hogar. Separando las palabras con el movimiento de sus manos, sitúa en el primer nivel a quienes más tiempo llevan en la calle y en el segundo, a los que han estado en la cárcel. “Claro que hay clases”, afirma rotundamente, gesticulando con la cabeza. Para María José, la línea divisoria la marca el género. “Para no pasar peligro me hago la loca, les doy miedo a los hombres y no se acercan a mí. Piensan en mí como la loca del carro y así me dejan tranquila”. El peligro y la vulnerabilidad se acen- túan en la mujer que vive en la calle. María José recuerda el caso de una mujer sin hogar que fue violada por otras personas que también vivían en la calle. Mientras relata el suceso abre un neceser y saca un bote –leche de coco, puede leerse en la etiqueta– hunde los dedos en él y, acto seguido, unta en su piel lo que para ella es crema hidra- tante. “Me gusta cuidarme”, explica con el rostro pálido por la loción.

En 2015, las asociaciones sevillanas que trabajan con las personas sin hogar alertaron de un aumento del número de mujeres que se veían en situación de calle. Manuela y Polina son algunas de ellas. La segunda, de nacionalidad rusa, vive acompañada de  su pareja.  Además  del componente emocional, la presencia de un hombre a su lado le ofrece seguridad. Manuela disimula su condición de mujer con una estética varonil, con el pelo rapado y la ropa ancha. María José, a sus 60 años, ha creado su propio método de defensa: hacerse la loca.

Carrito y enseres de María José en los Jardines de Murillo / CELIA ARCOS

NOCHE

Para Francisco, el trabajador social del Ayuntamiento de Sevilla, el fin último del trabajo social con las personas sin hogar es ayudarlas a que sean autosuficientes e independientes. María José espera la respuesta de una abogada y de la burocracia sobre el recibo de una ayuda social. Un techo no es suficiente, según ellos, para salir de la situación de calle. Paco insiste en la necesidad de crear una red de proyectos y actividades que incentiven la ocupación del tiempo. La autoestima, según el trabajador social, es esencial a la hora de dignificar a las personas sin hogar. Paco utiliza en varias ocasiones el término “marginados” para referirse a las personas sin hogar, en cambio, María José escoge “mendigos”. “Hay que ayudarlos a mejorar el modo en el que se perciben a sí mismos. Todos somos iguales, la diferencia es que su situación les ha llevado a estar en la calle. Trabajamos para empoderarlos”, dice Francisco.

Es de noche y la rutina acaba o comienza. No buscan, porque ya los tienen reservados, los lugares suburbanos para dormir.  Algunos  pernoctan  en el albergue municipal, otros en algún cajero que, con suerte, encontrarán abierto, y el resto en la calle. María José prepara para la mañana siguiente el espray con el que camuflará el olor de sus gatos y perros. Paco recuerda antes de dormir la página en la que detuvo su historia de ciencia fiCción.

444 personas carecen de un hogar en Sevilla. La mitad duerme en la calle. El día en el que murieron sus madres, la calle dejó de ser para María José y Paco un lugar de transición, el medio para un fin, la avenida o la acera por la que caminar hacia casa, y se convirtió en un fin, la estancia y el ser del que está sin hogar.