Un mango maduro, por favor

Un, dos tres… cinco, seis, siete. Amador mueve las caderas con sobriedad. “No dejéis de contar, os estoy escuchando”. Veinte años que se mueven mientras baila. La mayoría los ha pasado en Venezuela, su país natal, el resto en Brasil, y éste último en Colombia. Habla a la perfección el portugués y el inglés; el español, con una pasión que marca el compás al grupo de extranjeros al que da clase. Baile de rueda, se llama. Tiene la capacidad de manipular la torpeza corporal de una alemana lánguida. Al ritmo de la música transforma la incomodidad en seguridad. Lo mismo hace cuando habla. “A mí no me interesa la vida privada de los demás. Que cada uno haga lo que quiera”.

Amador estudia y, a la vez, trabaja. Aparte de las clases de danza, es camarero en un restaurante y se encarga de las Redes Sociales de un local. Por la noche, llega a casa agotado, pero no duda –dentro de sus horarios– en invitar a sus amigos a cenar. Y para beber, prepara café.

Es tranquilo pero firme. Con una mirada te acompaña y trae consigo una calidez que funciona como imán. Ser auténtico es su mayor dogma: es más importante que las relaciones, más relevante que el sexo, más significativo que la juventud, más sustancial que los psicoactivos, más latente, más barato, más difícil.

Con las manos toca, sin sobeteos exagerados. Lo hace para darle énfasis a una frase, para divertirse contigo o porque la música lo requiere. Naturaliza el cariño hasta el punto de hacerlo tangible; tiene collares que contienen símbolos con los que obsequia a quienes lo descubren.

Explica el paso “poner los cachos” (expresión que significa engañar a alguien). No se avergüenza de quién es, piel castaña; de donde viene, ojos negros. Bromea con el estado actual de su país señalando un mango maduro. “Eso ni me lo acerques”. Su sentido del humor es superlativo. Cuando un peruano le dijo a una española que le perdonaba por la Conquista de América, no pudo reprimir una carcajada. Casi siempre las lanza al cielo.

Junto a él, Scarlet; una falsa hermana adoptiva que ha adquirido en estos últimos meses. Por el cumpleaños de ella, Amador le organizó una fiesta sorpresa con vídeos de su familia. Scarlet lloraba mirándole.

— Eres un maldito

— Es lo que te mereces

Son los dos del mismo país, duermen en el mismo cuarto, en una cama para dos. Ella fue la primera en saberlo, cuando una tarde a Amador lo atropellaron. Un coche lo lanzó mientras él pedaleaba en la bicicleta. La caída provocó unas costillas rotas e incapacidad de movimiento durante varias semanas. Tuvo que cancelar las clases de baile, después su consumo personal.

Pasado el tiempo de reposo, volvió a bailar y a coger la bicicleta. “Que alguien le quite ese instrumento endemoniado a mi hijo”, pidió su padre. No era necesario ni posible. Amador no tiene miedo ni a la bicicleta, ni a los coches y mucho menos, a la vida.