
Es temprano en el Mercadillo de El Jueves. El sol apenas comienza a atravesar el aire frío de la mañana, iluminando las brillantes paredes de amarillo y rojo que rodean a los vendedores, con sus caras ocultas detrás de bufandas y cuellos subidos de chaquetas.
Algunos todavía están poniendo sus artículos sobre las mantas en las que los van a vender. Muñecas, juguetes, muebles y baratijas de todos los colores, formas y tamaños. Videojuegos del año pasado al lado de pinturas de hace dos siglos. Retratos de Jesús compartiendo manta con DVDs de pornografía.
Una esquina, al menos, parece tener mayor claridad y organización. Un tramo de mesas cubiertas de fieltro verde brillante sobresale del mar de cosas. Sobre ellas, una mezcolanza de viejos objetos docorativos y medallas militares se muestran protegidos por una vitrina. Recuerdos de guerras desvanecidas y repúblicas caídas, encapsuladas en cintas a rayas y símbolos. Estrellas, medialunas y esvásticas marcan los sacrificios de los hombres cuyos esfuerzos han pasado de ser las emociones de ayer a los relatos de hoy en los libros de historia.
A menos de un metro de distancia, una pila brillante de monedas antiguas se amontona en una caja de cartón. Cientos de caras y emblemas se funden, reliquias de un pasado de mucho antes del euro de países tan cercanos como Francia o Portugal, pero también algunos hallazgos más inusuales de Bolivia o Chile.
Felix, el hombre detrás de las mesas, explica que principalmente sirve a coleccionistas, aunque hace diez años tenía más compradores, cuando la economía estaba en mejor forma.
Aunque las arrugas de su rostro hacen evidentes sus 85 años, su conversación con los clientes hace que brille su personalidad jovial y juvenil, una de las tantas que dan vida al mercado, un lugar donde los personajes son tan vibrantes y variados como los artículos en venta.