«Los huesos de mi madre están enterrados en esa montaña»

La primera vez que llevó a su hijo a su país natal, Jovan señalo a una cordillera y le dijo estas palabras: «los huesos de mi madre están enterrados en esa montaña».

Su madre había muerto durante la Segunda Guerra Mundial en el campo de concentración de Jasenovac, más conocido como el “Auschwitz de Yugoslavia”. Por lo que Jovan sabía, murió de una enfermedad y fue enterrada en una fosa común. Su familia nunca supo dónde exactamente.

Jovan nació en Serbia en 1919. Hijo de una familia muy pobre tuvo que trabajar mucho en la granja cuando era joven. Luchó en la guerra y, como su madre, pasó un tiempo en un campo de concentración. Cuando ésta acabó, no pudo regresar al hogar debido a la violencia del nuevo gobierno en Yugoslavia contra los serbios. Más tarde, se mudó a Estados Unidos, se casó, y tuvo una familia. Algunas veces, tuvo que hacer tres trabajos al mismo tiempo para mantener a esa familia. Tuvo una vida dura, y fue duro, con un temperamento fuerte y el peso del mundo sobre sus hombros.

Nunca conocí a ese hombre. He visto sus arrugas, sus manos callosas, su pelo, casi enteramente blanco, sus fuertes brazos, pero yo no formé parte del tiempo que hizo así. El abuelo que yo conocí sonreía y reía, y amaba a sus nietos más que a nada en el mundo. Le compró una bicicleta a su primer nieto en su primer cumpleaños porque, aunque él niño no pudiera usarla durante varios años, «un niño debe tener una bicicleta de su abuelo».

Cuando mis padres se casaron, Jovan no le habló a mi padre durante varios años, porque mi madre tenía un apellido alemán y había estado casada antes. Él no creía que su hijo debiera casarse con alguien que había estado casada, y su apellido era un recuerdo de una guerra de la que no quería hablar.

Mi abuelo se sentía traicionado. «Te he dado el nombre de mi padre», le gritó durante una de sus peleabas sobre el matrimonio. No entendía el amor que tenía su hijo hacia esa mujer. Jovan no se casó por amor. Aunque amaba a su esposa, se casaron porque eran extranjeros en un país extranjero, conectados por el mismo idioma, cultura y religión.

«Yo no estaba ofendida», me explicó mi madre cuando supe cuáles habían sido los sentimientos iniciales de mi abuelo. «Sabía que el problema no era yo sino él. Sabía que, si él me conocía verdaderamente, yo le gustaría. Tuve razón», añadió con una sonrisa. Durante el resto de su vida, Jovan se arrepentiría de los años que perdió con su hijo.

A pesar de todo lo que había experimentado, hubo alegría en la vida de Jovan, y debajo de su exterior duro, tenía un corazón grande. Cuando fue dueño de algunos apartamentos, se despertaba temprano en los inviernos penetrantes de Chicago para quitar el hielo de los parabrisas de los coches de sus inquilinos. Era el único hombre que cocinaba para los eventos en la iglesia, y lo hacía siempre. Su historia favorita para contar a su hijo era sobre cuando era joven y salió con su abrigo nuevo del trinque. «Todas las chicas me miraron», decía con un poco de fanfarronería.

El hombre que yo conocí logró el sueño americano, pero eso no significa que extrañara su país natal mucho. Durante la guerra de los noventa en Yugoslavia, se manifestó por las calles, agitando la bandera de Serbia, no porque apoyara las atrocidades de Milosevic, sino porque su corazón se había roto por las víctimas civiles a quienes Estados Unidos bombardeaba, que eran su gente, sus hermanos, los hijos de aquellos que habían sobrevivido.

Jovan no hablaba mucho de su pasado. Guardaba sus fantasmas internos para sí mismo. Contaba lo bastante de lo que había experimentado, y sobrevivía para asegurarse de que la historia que ocurrió en aquellos años no morirá, pero no daba detalles.

Aunque no conocí al hombre que había sufrido tanto, esos eventos le dieron un marco. Enseñó a su hijo a jugar al ajedrez, y mi padre me enseñó a mí, pero la razón por la que mi abuelo podía jugarlo tan bien era había jugado para conseguir comida en el campo de concentración.

Aunque no terminó la escuela después del sexto grado, la vida le enseñó mucho. Hablaba cinco idiomas y, a pesar de su educación restringida, le escribió meticulosamente una carta al nuevo gobierno de Alemania, pidiendo una restitución que sabía que nunca recibiría.

Aprendí estas historias de mi padre. Jovan quería que cada momento con sus nietos fuera alegre y maravilloso. Quería darnos el mundo porque el mundo no le había dado nada. A pesar de todo, había algo en él que la vida no pudo romper. Encontró una manera de disfrutar de la vida cuando podía. Había algo mágico al ver la alegría, la esperanza y el amor en la cara de un hombre que había tenido una vida en la que tuvo que decirle a su hijo «los huesos de mi madre están enterrados en esa montaña».