Cartagena de Indias: viaje en espacio y tiempo

Tenía diecinueve años cuando por primera vez percibí el caribe. El esperado encuentro fue gracias a una ruta becada por Colombia junto a un grupo de jóvenes de mi edad que pertenecían a distintos países latinoamericanos. Todos olíamos, pensábamos, hablábamos, mirábamos en el mismo idioma pero en distinta lengua. Los bancos habían dejado morir esta iniciativa cuando falleció su creador, Miguel de la Quadra-Salcedo.

Uno de los lugares donde paramos fue Cartagena de Indias. A mis ojos, la ciudad era una Sevilla desgastada, aunque más colorida. Cuando los organizadores nos indicaron que comenzaba el tiempo libre para visitarla, nos sentimos torpes. Nos veían como tímidos extranjeros, blanco fácil para que nos vendieran productos al doble de precio. Nos costaba calcular el valor del peso colombiano. Deseábamos probarlo todo y, por qué no, que Cartagena quedara un poco manchada de nuestra presencia.

Buscamos por ello lo vital, intuíamos lo intrínsecamente andaluz y decidimos subir a un coche de caballos que prometía mostrarnos la ciudad. Cabíamos cuatro: Marcos (serenidad contagiosa, profunda ternura), Inés (sonrisa clavada en la boca, incluso al llorar), Jaime (cabeza apasionante, expresión de niño) y yo, que me derretía más por la ilusión que por la temperatura. Nos subimos sin saber contenernos, abrimos los sentidos dilatándolos. “Este” dijo Inés “es uno de los momentos más plenos del viaje”.

Bajamos del coche, bajamos del avión, volvimos al hogar. Y partimos de nuevo. Marcos a Londres, Inés a Chile, Jaime a Madrid, yo al defecto nostálgico.  Tras una temporada –cumplidos ya los veintiuno-, regresé a Colombia para estudiar el pasado semestre. Prometí ver Cartagena y repetir el ritual. Insistí a mis compañeros de intercambio sobre mi necesidad. Llegamos al destino, incluso llegué a el coche de caballos.

Pero no se pudo. Hacía mucha humedad, el sol nos presionaba las sienes, sentíamos intereses encontrados, cualquier cosa. Probablemente el motivo último fue la propia Cartagena de Indias dispuesta a ridiculizarme, a demostrarme que mi ciudad soñada ahora era más pequeña y aburrida. Ninguno de mis acompañantes disfrutó tan plenamente la visita. “No es para tanto” comentó un amigo.

Me parecía que Cartagena, mi Cartagena, había sido cambiada por otra que no se podía intuir con tanta facilidad. Me marché a mi ciudad natal preguntándome dónde estaba. No quería reconocer que somos creadores de los momentos que vivimos, me negaba a asumirlo.

Hace unos días organicé un encuentro con Jaime e Inés. Él se preparaba para mudarse a Argentina y México, ella barajaba opciones. Hablamos más de lo sentido que de lo realizado. Estábamos más grandes, nos abrazábamos como si ayer hubieran sido nuestros diecinueve. Entonces, Inés mencionó a Marcos. Y con la alegría derramada por los ojos, nos dijo: “Cartagena de Indias fue uno de los momentos más plenos que vivimos”.

Volví a sentirlo, volví a sentirla.