El domador de motos

Rafa con su moto

“Mi visión de la vida es acelerar a fondo sin mirar atrás”.

Rafa elige entre las herramientas dispersas, coge la llave inglesa y se mete debajo del coche. En la radio del taller suenan los AC/DC. «¡Highway to Hell!», canturrea Rafa. Se levanta y coge un trapo para limpiarse las manos de grasa, mientras observa satisfecho el auto recién reparado. Sale a la puerta a liarse un cigarrillo como recompensa. A pesar de su baja estatura, cuerpo delgado, sonrisa pícara e intensos ojos verdes, ronda ya la treintena. Disimula lo único que delata su edad, el pelo, rapándose la cabeza al cero para seguir pareciendo un niño.

—¡Ey, Rafa! –Le saluda un cliente–. ¿Ya lo tienes?

—¡Ey, petardo! –Le da un abrazo con fuertes palmadas en la espalda–. ¿Tú qué crees? ¡Pues claro, hombre! Ahora mismo lo he terminado. Ha quedado como nuevo –toma una calada.

—¡Eres un crack! ¿Cuánto te debo?

—¿A mí? Ná, unas birritas. Tampoco ha sido tanto.

—Pues gracias, tío. Te las debo. Oye, ¿y Mary? –el amigo señala la inmaculada moto negra de la entrada.

—Esa es mi nueva niña, mi Walkiria. La monté hace poco, he jubilado a Mary.

—¡Es una pasada, colega! Ya la veré en marcha. Bueno, me piro, tío, que he quedado, pero nos vemos para esas cervezas –se estrechan la mano y se va.

Rafa tira el cigarro y vuelve al curro motivado por el rock. Tras reparar un par de motos y el motor de un coche, concluye su jornada sin apenas darse cuenta. Se pone la chupa, que oculta ahora un brazo derecho tatuado con sus pasiones: calaveras, motos y mecánica. Se acomoda el casco de dibujos similares. Arranca a Walkiria, que le saluda con un rugido. Aprieta el acelerador y toma la autopista con la niña de sus ojos. Viviendo el presente. Y la velocidad.