
El Campamento Dignidad es el hogar de 19 de las más de 800 personas sin techo que viven en Sevilla: desahuciados, parados, extranjeros, enfermos y un poeta, Manuel.
SI HAS PASADO POR LA CALLE TORNEO en este noviembre aún primaveral, cálido y naranja, es muy posible que te haya llamado la atención un campamento ordenado y silencioso situado a la derecha de la estación de autobuses Plaza de Armas. También es probable que mientras mirabas de reojo, un señor de barba blanca, te haya preguntado:
–¿Te gusta la poesía?
Si le dijiste que no, lo más seguro es que te respondiera, “déjame entonces desearte salud”.
Si le contestaste que sí y te quedaste un rato, habrás conocido la misma historia que yo.
El 17 de septiembre de 2015, un grupo de personas sin hogar tomó la decisión de montar un campamento en Sevilla; lo llamaron Campamento Dignidad. No pedían un lugar para poder vivir. Su intención era darle voz a las personas sin techo que están pernoctando en las calles de la ciudad este otoño; desahuciados, parados, extranjeros, enfermos… Algunos llegaron al campamento por casualidad, para probar suerte o para sentirse parte de una familia. Hoy comparten esta aldea de plástico porque juntos, dicen, pueden hacer más palpable su existencia.
Lo primero que ves al llegar es la cantidad de pancartas que cuelgan sobre las tiendas: “DERECHO A UNA VIVIENDA DIGNA”, seguidas del artículo 47 de la Constitución: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias para hacer efectivo este derecho (…)».

Calle Torneo, Noviembre de 2015. Ruido de motores y cláxones como despertador por las mañanas, luces de semáforo como lamparitas de noche, arbustos como aseo, tiendas de campaña como dormitorio, almacén o sala de estar. Y viandantes que vienen de visita, como mirones, como testigos de sus vidas.
Por las mañanas, muchos de los integrantes del campamento recorren las calles de Sevilla buscándose el pan o el quehacer diario. Otros, esperan en su trocito de hogar conquistado a la acera de la avenida que discurre junto al río Guadalquivir.
Manolito-Manué, como él mismo se hace llamar o Manuel Ruiza Capado, según su documento nacional de identidad, nació en Huelva en 1958. Como muchos de los miembros del Campamento Dignidad, tuvo una juventud feliz, una familia, un trabajo, un sueño en la vida.
Manuel el poeta, como le llaman los jóvenes que lo visitan, dejó la carrera de Magisterio cuando tenía 20 años. Más tarde, comenzó a compaginar su trabajo como celador en el Hospital Comarcal de Río Tinto y su papel de marido y padre, a los que dedicaba el día, con su vocación de poeta, a la que dedicaba la noche.
Vivió en Nerva, donde se sintió integrado y feliz con los demás niños del pueblo, a pesar de la discapacidad que aún sufre en las piernas por la poliomielitis que tuvo a los ocho meses de nacer. Se divorció de su mujer, “La Mari”, en el año 2000 y se marchó a vivir a casa de su madre en Valverde del Camino. Se prejubiló en 2008 ya que su discapacidad había alcanzado el 68%.
Hace dos años, habiendo fallecido ya su madre, su casa fue declarada en ruinas tras las fuertes lluvias de noviembre de 2013. Manuel se vino entonces a Sevilla, donde empezó a vivir en la calle. Su pensión actual es de 1.100 euros al mes, de los que sólo percibe 500 hasta saldar la deuda que, según sentencia judicial, aún tiene con Mari tras su divorcio. “Podría estar en un centro de acogida, pero yo quiero ser libre”, defiende. “Si acatas las órdenes, puedes permanecer dentro, pero yo soy alma libre. Mi libertad no la cambio por un colchón”.
Hoy es sólo poeta. “¿Quieres escuchar mis poemas?”, pregunta a los viandantes. “Pasemos a mi oficina”, dice. Y se sienta en un muro de cemento, a la espalda de la parada del autobús urbano C4.
Manuel, o Ruiza, como le llaman otros, estuvo en varios centros de acogida de Sevilla, como el Centro de Acogida Municipal o el Miguel de Mañara, en el último de los cuales propuso con éxito crear un taller de poesía que duró cerca de cuatro meses. Manuel se siente como pez en el agua cuando recita. Su voz de tenor le hace aún más cautivador. Habla pausadamente y con un sabor a nostalgia lejana. Con frecuencia, recita su poema autobiográfico a los jóvenes que paran frente al campamento:
“Mi voz ha nacido de la tierra y el agua.
El barro ha sido siempre mi más fiel consejero
y ahora que me niegan hasta el agua,
anda mi alma empeñada en encontrar la humedad en cualquier lágrima.
He aprendido a santificar el llanto.
Pero también me enseñaron
que la risa y la sonrisa hacen hablar hasta a las piedras.
Si queréis saber de mi trama…
Preguntadle al mar, pues posee mi piel, mi alma y mi sustancia.
Si el mar, gran profesional y fiel cumplidor,
anda ocupado en otros menesteres y no puede responder…
Acudid al viento, que desde el primer día del Génesis,
el viento se unió al mar en su perfección
y todavía no le ha sido infiel.
Si el viento tampoco os responde,
entonces gritadme, porque me estaré muriendo”.
Manuel enciende de nuevo el cigarro que tiene apagado. Cuando hay poesía, no hay espacio para más, aunque uno se encuentre en medio del polvo y los olores del campamento. “Ni cigarro, ni frío, ni coches, ni cláxones”, asevera.
Se van los jóvenes y el poeta abandona su asiento de cemento, agarra las muletas y se acerca a su tienda. Es la segunda empezando por la izquierda, estrecha y de color verde. Complementan su ajuar dos cajas de refresco vacías, apiladas en la puerta, en las que Manuel se apoya para poder agacharse y entrar a descansar.

Todas las noches, echa mano a las dos mismas fotografías que enseña de día a sus visitantes: son de sus hijas. En una se ve a Virginia, la pequeña, feliz, con el pelo suelto y un vaso en la mano. La otra es de María del Mar, la mayor, sonriente, en un salón de celebraciones, vestida de novia y cogida del brazo de un hombre enchaquetado. “Me enteré hace un mes de que mi hija se había casado. Mi mayor deseo en la vida es que algún día quieran volver a saber de mí.” Ambas fotos, impresas a color y en folio fueron tomadas del perfil de Facebook de ellas mismas. Manuel cuenta que un amigo, habitual visitante del campamento, se las trajo, y que él lloró de alegría.
Entre sus tesoros, Manuel también conserva poemas que ha escrito a mano, todos con la fecha y el lugar en el que los creó. Los guarda como Mozart guardaba sus partituras, sólo para demostrar su autoría, porque él se los sabe de memoria, igual que se sabe muchos que no son suyos. “Antonio Machado escribió: –quien habla solo espera hablar a Dios un día; Mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía”.
Manuel recita con la misma pasión cada día, clavando las pupilas en su receptor, sea quien sea. En algunos pasajes se quita la gorra (regalo de un amigo), o se toca el cordón de cuero de su collar, (regalo de otro).
Tiene muchos amigos. Jesús, un joven que se preocupa por Manuel y lo visita de vez en cuando, es uno de ellos. Esta tarde ha venido a la calle Torneo.
–Aquí te traigo unas naranjas Manué. ¿Cómo estás hoy? Ayer me acordé de ti y hoy, que tengo un rato, vengo a verte.
–Buenas tardes, querido amigo– dice, y se le empañan los ojos–. Gracias por venir a verme.
“Mi deseo en el futuro es organizar toda la poesía que he escrito en mi vida y seguir escribiendo. Pero antes, mi objetivo es colaborar en esta lucha. Somos muchos más de los que estamos en el campamento y estamos necesitados”.
Las asambleas son frecuentes en el campamento. Nutridos grupos de jóvenes, estudiantes en su mayoría, se sientan en círculo con los miembros del campamento. Éstos, motivados por un auditorio siempre predispuesto, van exponiendo su situación uno a uno. El otoño está siendo cálido y propicia las reuniones al aire libre. Llegan nuevos visitantes y preguntan por Manuel, el poeta de pelo blanco y callos en las manos.
–Hola. Soy yo. ¿Te gusta la poesía?
–Sí.
Entonces, Manuel vuelve a entonar suavemente sus versos favoritos. Son seis versos que se han convertido en un himno para los habitantes del campamento, ya sean poetas o desahuciados.
“Los poetas somos
lo que nunca fuimos y lo que jamás seremos
y sin embargo, hoy por hoy y ayer por ayer,
los poetas somos
los que nunca feneceremos.
Y además seguiremos alimentando el espíritu humano”.
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VIAJAMOS EN EL TÚNEL DEL TIEMPO; Sevilla, verano de 1977. El programa Trotanoches de la cadena SER recibe una llamada en la madrugada. El famoso periodista Paco Lobatón atiende y da paso a un joven de 19 años que quiere recitar uno de sus propios poemas. Se trata de Manuel, un habitual recitador del programa. El poema se titula Elegía a mi infancia. “Adelante”, le dice Lobatón.
(…)
“Ay… ser hombre. ¡Qué ingenuo eras!
Y ya ves que ser hombre es sinónimo de muerte
y la muerte puede destruir incluso al niño.
Lo único que resta es poner el epitafio
en el pecho de cada hombre y gritarlo al oído de cada niño:
Aquí yace un vivo que soñó con mi muerte”.
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