Intempestiva Lola

Lola at home / BRYCE FERENDO

Éste es el retrato de Lola Rubio Montes, una luchadora que le da vida a la calle Feria y a su ciudad.

LA NOCHE YA ARRECIA y cala los huesos.

En la voz ronca y áspera de Lola, una canción del grupo sevillano de rock de los 70 Triana, que te podría carcomer el alma.

Después, el silencio divino que sólo rompe el crepitar de la candela.

“¡Qué Bonita! ¿Ésta qué es? ¿De Roberto Carlos?”

Estalla la carcajada. Una de las curiosas que diariamente sube en busca de la verdadera esencia del barrio a la Garrapatería, popular azotea de la Calle Castellar, acaba de cometer un sacrilegio. Tiene suerte de que aquí lo único que tiene carácter sagrado sea la vida.

Subo las desvencijadas escaleras.

En la azotea, un par de chicos se sientan a fumar y a disfrutar de los últimos rayos del sol.

La visión de los tejados de Sevilla es asombrosa. Desde allí arriba se tiene una panorámica increíble de los Corralones, donde las sillas esperan a la noche y a los cantaores. Algunos gatos empiezan a subir a los tejados con la promesa de unas sobras de comida y un poco de espectáculo flamenco.

Pregunto por Lola.

Accedo al cuartito a través de una cortina confeccionada con todo tipo de retazos de telas.

Mesa de camilla.

Una cama.

Un perchero a rebosar de prendas.

Una película del oeste en la televisión.

Fotos colgadas en las paredes.

Una pequeña cocina donde una enorme pieza de pescado se descongela. Cuando Lola lo coge, parece una mujer del paleolítico con la misión de alimentar a una tribu hambrienta.

Aurora Reportaje-9
Lola Rubio Montes / BRYCE FERENDO

 

Lola, vestido de flores, chaqueta de lana y moño; 50 años envueltos en la más arrebatadora y humilde de las bellezas. Construye hogares con su modo de hablar. Desnuda con palabras su espíritu de aire de sabiduría y fuego juvenil. De una bolsa de plástico, saca objetos que venderá el próximo jueves en el rastro. Aparta una pitillera de lunares para ella. Todo lo hace con gesto calmado; sorprendente en alguien que ha vivido siempre deprisa, a destiempo.

“A los 14 años, ya estaba embarazada; a los 12, me había casado pero era otro contexto, yo ya estaba preparada. A los ocho años, había empezado a trabajar y a cuidar de mis cinco hermanos”.

Lola recuerda de esa infancia tan corta a su incansable madre yendo a limpiar y a encalar casas, embarazada y con sus otros hermanos en brazos. “Llegaba a casa y seguía trabajando, incluso después de habernos acostado, y al despertarnos, ya llevaba horas despierta. Por la mañana, en la puerta de nuestra casita en el Polígono Sur, tenía preparada una candela con el café y la leche. Desayunábamos y mi padre nos llevaba en bicicleta uno a uno al colegio”.

También se acuerda de cuando su familia emigró a Barcelona en busca de trabajo, como tantas otras a principios de los 70. “Durante unos meses, estuvimos viviendo en un convento con unas monjitas. Nos acogieron hasta que encontramos una casa, incluso pasamos con ellas unas navidades. Aún recuerdo la ilusión que me hizo el regalo de Reyes que me hicieron: una pequeña cocinita de latón que era toda una virguería”.

A los 12 años, aprendió a leer y a escribir en una escuela nocturna para adultos. “Tenía la espinita de aprender y por eso, después de trabajar, iba a la escuela. Salía muy tarde y me venía a buscar o mi padre o mi marido. Al fin y al cabo, yo seguía siendo una muchachita”.

En Barcelona, trabajó en la hostelería, en el campo e incluso decorando cerámica, primero para ayudar a sus padres y a sus hermanos y luego para mantener a su propia familia. Su marido, influido por traperos famosos de la época, como el torete o el vaquilla, comenzó a robar en joyerías. “Él creía que por ser yo medio gitana iba a permitírselo. Por suerte, vengo de una familia de gitanos caseros que nunca han tenido que recurrir a la ilegalidad para subsistir. De eso estoy muy orgullosa”.

Al abandonar a su marido, Lola bajó a Sevilla adonde había vuelto ya su madre. “Ocupamos un edificio antiguo en el barrio de San Bernardo y poco a poco se fue llenando de gitanillos con problemas. Mi madre se volvió una comandante y les decía que podían establecerse allí si no montaban mucho jaleo”. Recuerda esos ocho meses como una delicia. “Le dimos vida a la zona. Y como por aquella época me hice vocal del PSOE en el Ayuntamiento, conseguí ayuda para montar una escuela para los niños gitanos. Bautizamos a más de 30 niños”.

Volvió a Barcelona convencida por una hermana y consciente de que allí podría tener mayor calidad de vida. “Hay mucha diferencia entre vivir aquí y en Barcelona. Allí todo es más fácil, hay más oportunidades y, haciendo el mismo trabajo, te dan más”.

Volvió definitivamente a Sevilla con su segundo marido y a regañadientes. “Empaquetamos toda la casa en maletas: la moto, el gato… todo, y nos subimos al tren. Yo con una niña y embarazada de mi pequeña”.

Los primeros meses de su nueva vida familiar en Sevilla no los recuerda con alegría. “Mi marido empezó a cambiar, empezó a despreocuparse de nosotras, a abandonarnos”.

Las desgracias siempre vienen juntas. La vivienda familiar se inundó al poco tiempo, dejándolas en la calle. “Ahí estaba yo, sola otra vez, con mis dos niñas pequeñas. Estuvimos viviendo en un albergue durante seis meses porque las autoridades no hacían nada. Había toque de queda, sólo podíamos salir de ocho de la mañana a ocho de la tarde. Un día, nos quedamos en la calle mis hijas y yo. Tuve que ponerme firme y exigir cambios. Desde entonces, me dieron una llave y un cuarto con bañera para que pudiera bañar a mi bebé. A cambio, mi niña mayor tenía que vivir más cerca de un centro escolar, así que tuve que dejarla con sus abuelos. Me pasaba el día yendo y viniendo desde la otra esquina de Sevilla para poder ver a mi hija”.

En vista de que el Ayuntamiento no respondía a su situación, tuvo que buscar otra solución. “Me dieron la oportunidad de agenciarme una chabola en el barrio de El Cerro del Águila y la acepté. Tuvimos que reformarla entera porque parecía que antes había sido una carnicería. Allí estuvimos hasta que, en 1991, me dieron una casita en la barriada de Las Letanías”.

Con su vida más estabilizada, aprendió de su madre el oficio de florista que, junto al de lotera, sería al que se dedicaría en adelante. “Mi madre me enseñó a hacer las moñas y a recoger el jazmín. Parece que no, pero es muy duro. En temporada de jazmín, te tienes que dedicar en cuerpo y alma. Hay que echarle muchas horas. Mi madre también me enseñó a tratar con el público y, poco a poco, fui cogiendo yo mi estilo. Ya en ciertos locales me conocían y me respetaban, y la gente de Sevilla me cogió mucho cariño”.

Un estruendo de tacones viene de la clase de flamenco del piso de abajo.

“También me enseñó a bailar sevillanas, y eso que las gitanas tenemos fama de que no bailamos muy bien ese palo”.

Estuvo en su casita de Las Letanías hasta que, en 2003, un cortocircuito provocó un incendio que la destrozó. Lola emprendió una lucha contra el Ayuntamiento para que le pagase los materiales y la mano de obra. Arregló lo que pudo, pero no fue suficiente. “En 2007 me concedieron un pisito, en el que actualmente vivo, muy cerca de allí. Pero eso no era por lo que yo estaba luchando”.

Entonces, encontró el apoyo de muchos amigos, y sobre todo de Manuel, su actual marido”. Me pretendía desde hacía un tiempo pero yo no quería saber nada de él. Hasta que al final caí”.

Desde entonces, pasa los días del pisito a la azotea donde vive Manuel. Ambos tienen un puestecito en el mercadillo de El Jueves, en la calle Feria, en el que venden lo inimaginable.

La humedad de la noche cala los huesos. Con voz ronca y áspera, Lola entona una canción de Triana, que te podría carcomer el alma.

“…En tu mente ya lo pone todo tal como ha de ser,

sigue luchando y podrás lograr

al fin tu ser, al fin tu ser”. •

Aurora Reportaje-12
Las manos de Lola / BRYCE FERENDO