Lo que el trabajo me robó

Rosalía soon after arriving in her new country, in the first apartment in which she and Fernando lived / Courtesy of ROSALÍA DELGADO

foto: Recién llegada a su nuevo país, en el primer apartamento en el que ella y Fernando vivieron. / cedida por ROSALÍA DELGADO

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Trabajadora incansable desde edad muy temprana e inmigrante clandestina, uno de los mayores pesares de Rosalía Delgado ha sido permitir que el trabajo le quitara los momentos más especiales de su adolescencia en México y luego, como madre de cuatro hijos, en los Estados Unidos.

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foto: Rosalía y Fernando Delgado con sus hijos, que exhiben trofeos de fútbol. La autora de este reportaje de pie delante de su madre. / cedida por ROSALÍA DELGADO

En Tonalapa del Sur, un pueblo de apenas 1.000 habitantes del estado de Guerrero, al sur de México, Rosalía se despierta y rodea cautelosamente el colchón en el que duermen sus ocho hermanos menores, intentando no despertarlos. Se pone un vestido hecho por su madre con prendas de segunda mano, que muestra la forma de su cuerpo menudo y, sin zapatos, se dirige a la cocina. Con los primeros rayos de la mañana, comienza el día preparando suficiente Nixtamal para hacer tres kilos de masa. Luego, hace las tortillas que acompañarán a los frijoles que consumen diariamente. “A veces, cuando teníamos suficiente dinero, nos íbamos a comprar chicharrón y chiles jalapeños. Era poco pero para nosotros era la comida más deliciosa del mundo”, recuerda Rosalía.

Sus padres nunca la obligaron a trabajar, pero viendo la necesidad que había en su hogar, a los diez años comenzó a emplearse como criada en varios pueblos de México. “A pesar de que era chiquita, me encargaban mucho trabajo. Cuidaba de tres niños, limpiaba la casa y hacía la comida”. Cuando terminaba el trabajo, se apresuraba para llegar a tiempo al instituto, donde conoció a Fernando Delgado. “Frecuentemente, Rosalía llevaba una camisa blanca con el dibujo de un pollo descolorido. No entendía por qué, pero me imaginé que era una de sus camisas favoritas”, recuerda Fernando. “Cada vez que jugábamos y hablábamos, me daba cuenta de que me gustaba mucho. Hacia el final de la secundaria, le di una nota y se convirtió en mi novia”.

No disfrutaron mucho de su noviazgo ya que, en 1978, después de terminar la secundaria y cuando Fernando tenía 15 años, su familia decidió mudarse a Estados Unidos. Su padre, Juan Delgado, había estado en California desde 1955, trabajando en el Programa Bracero, que facilitaba visados de trabajo a empleados del campo inmigrantes. Un año antes de que se unieran a él, Juan se había mudado a La Villita, barrio mexicano del sur de Chicago, aprovechando que allí tenían buenos amigos que podrían ayudarlos. 

Los padres de Rosalía, en cambio, no tenían intenciones de dejar su casa. “Mi padre era mecánico, un hombre trabajador, pero muy… desobligado, bebía mucho”, comenta Rosalía. Por el contrario, su madre Julia era una mujer muy linda. “Siempre me apoyaba. Gracias a ella terminé mis estudios y quise continuar para obtener una carrera como secretaria. Quería ser alguien en la vida, así que me inscribí en clases de taquigrafía”. Con el trabajo que obtuvo en la central de autobuses, que le proporcionaba un mejor sueldo y seguro médico, parecía que lograría su objetivo. “Intenté darle el sueldo de mis primeros 15 días a mi madre, pero ella lo rechazó. Me dijo que me comprara ropa nueva, que el segundo sueldo sería para ella”. Pero su madre falleció en diciembre de 1978 y nunca recibió ese sueldo. Hoy, en una repisa cubierta con un mantel blanco del comedor de su casa, tiene Rosalía un retrato en blanco y negro de Julia, siempre acompañado de una vela encendida y de flores frescas.

Mientras tanto, en los Estados Unidos, Fernando había empezado a trabajar en una fábrica de almohadas. “Nunca hubo un día que no pensara en mi novia”, cuenta. Aunque separados por la distancia, nunca estuvieron separados por el corazón. Fueron muchas las cartas que se intercambiaron.

Mi amor,

¿Cómo estás? Cómo extraño esos ojitos atrayentes, cálidos de chocolate profundo… No puedo esperar a tenerte en mis brazos otra vez. No me rendiré, regresaré por ti. Espérame por favor.

Sinceramente,

Fernando

Cada nota terminaba con un corazón que contenía en escritura cursiva la leyenda “Fer y Rosa”, rodeado de rosas. Después de dos años de espera, finalmente Fernando acumuló suficiente dinero para volver a por ella.

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El 2 de Enero de 1981 el clima es fresco e inestable. La luna se esfuerza por brillar a través de unas nubes gruesas que la cubren. Rosalía, que ahora tiene 18 años, camina lentamente pero respira con fuerza. Se encuentra rodeada de tierra y de árboles. Su novio Fernando, que la acompaña, le muestra el camino. De repente, se rompe el silencio. El viento se vuelve tempestuoso cuando un helicóptero se cierne sobre ellos desde el cielo y enciende un foco de luz intensa. Sin vacilar, los dos comienzan a correr, tropezándose con raíces y rocas, hasta encontrar unos matorrales donde se esconden. El viaje de Guerrero a Tijuana ha sido largo pero, desesperada, Rosalía sabe que es una necesidad. Esperan a que se despeje el cerro y continúan a un ritmo más rápido. Por fin llegan a la autopista donde está esperándoles el coyote, la persona a la que le pagarán para que los lleve clandestinamente hasta Chicago, su destino final.

A su llegada, la transición presentó pocas dificultades. Fernando, que hoy en día es conserje en una fábrica de componentes eléctricos, seguiría trabajando en la fábrica de almohadas y luego en una de armarios. Rosalía, por su parte, rápidamente obtuvo empleo como operadora de máquina en una fábrica de dulces y entre ella, su novio y otras dos familias, se las arreglaron para pagar el alquiler de un apartamento. A pesar de eso, no todo fue fácil. “Lo más duro fue aceptar mi nueva vida cuando una gran parte de mí se había quedado en México”, cuenta Rosalía. De los 34 años que ha vivido en los Estados Unidos, solamente ha regresado a su pueblo una vez, para ver a sus hermanos.

Aunque su nuevo país le ha dado la oportunidad de tener un mejor estilo de vida, los empleos ofrecidos a inmigrantes están remunerados por debajo del salario mínimo, lo cual no es suficiente para mantener a una familia. De modo que Rosalía ha tenido que trabajar el doble para pagar las facturas. Éste es un problema al que todavía tiene que enfrentarse hoy en día. “Una cosa que he aprendido en la vida es a ser positiva en los tiempos más difíciles. Siempre digo: Dios aprieta pero no ahoga, encontraré una solución”, comenta.

La prioridad de Rosalía fue asegurarse de que sus hijos tuvieran la misma infancia que otros niños y por eso siempre celebró tradiciones que sus hijos disfrutaban. “Cada Pascua nos compraba un vestido nuevo. También escondía huevos llenos de chocolate y dinero alrededor de la casa para que los pudiéramos encontrar. Era genial”, recuerda su hija Guadalupe.

Pero Rosalía lamenta lo mucho que el trabajo le ha robado. “Aunque llevaba dinero y comida a la mesa, sé que no estaba para mi hijos cuando más me necesitaban. Nunca tuve la oportunidad de peinarlos, ni de llevarlos o recogerlos de la escuela, así que entre los cuatro se ayudaban. En el trabajo sólo le pedía a Dios que no fueran a tomar el mal camino”.

Su hijo mayor, Fernando, cuenta: “Me acuerdo de ver las expresiones de los otros niños cuando sus padres los recogían en la escuela. Se emocionaban. Y es verdad, nunca tuvimos ese momento, pero nosotros lo entendíamos”.