
photo: José García Berbe (Pepe), dueño del videoclub Mural. / ANNA SPACK
La vida de José García Berbe ha seguido una multitud de caminos que lo han llevado a recorrer varios países, tener muchos amigos y ejercer diferentes carreras, recogiendo historias por todas partes. Sus muchas idas y venidas le han traído a su sitio actual, un pequeño videoclub cerca de la plaza Alfalfa donde sus clientes pueden saludarse, intercambiar noticias y alquilar películas de hoy y de siempre a un precio módico.
Empiezas en la gran estructura con forma de panal de abejas de “Las setas”, en la plaza de La Encarnación y comienzas a caminar. Pasas junto un nutrido grupo de niños que juegan al futbol a su sombra y luego junto a la librería infantil Rayuela, que hoy aparece llena de personas comprando libros y juegos para algunos niños o niñas afortunados. La calle gira para revelar varios escaparates de tiendas de moda con ropa estampada. La gente llena las calles. El sol se hunde para tocar los techos de los edificios y las puertas cubiertas de grafiti de los bares que pueblan la calle de Pérez Galdós, que están recién levantadas para recibir a una multitud de jóvenes. La calle se llena de voces y la noche se inicia junto a la plaza de la Alfalfa. Dentro del zumbido, apenas nadie presta atención a un pequeño videoclub a punto de cerrar en la esquina con la calle Don Alonso el Sabio, escondido detrás de un restaurante italiano. Mientras que la noche pertenece a los bares, el día es de Mural Video y de su dueño, alma de un local sólo en apariencia anodino.
Su acta de nacimiento dice José García Berbe, pero los vecinos del barrio sólo lo conocen por Pepe. El hombre no deja de mirar a través de las puertas y ventanas del videoclub, mientras niños que pasan corriendo le gritan, o le saludan en voz baja las personas de más edad. Pepe los llama a todos, de modo que una retahíla constante de nombres sale de detrás del mostrador, “¡Emilio ven! ¡Carmen!” Su cara se arruga al sonreír, y unos ojos marrones brillan tras las gafas de montura rectangular que lleva posadas en la nariz. Con tres vecinos reunidos alrededor de su silla, charlando y riendo, Pepe dice, “esto no es un videoclub, es un lugar de encuentro”.
Su afición a hablar con la gente en largas conversaciones revela sus raíces en Sevilla. Pepe tuvo una niñez feliz en el barrio San Bernardo, junto a la Puerta de la Carne de la antigua muralla de la ciudad, pero siempre supo que había más cosas en el mundo que su barrio y él quería conocerlas. En 1972, cuando tenía 19 años, se marchó a Francia sin saber ni una palabra de francés pero con un gran deseo de aprenderlo. Era la época de Franco y, mientras otros de su edad se iban a cumplir con el servicio militar obligatorio, Pepe tenía otras ideas. Después de su paso por la Universidad Laboral, donde durante cinco años estudió una maestría industrial, encontró trabajo como fresador en París.
“La única cosa que varía es la forma de comunicar. Al principio me pareció difícil pero leía la prensa cada día y poco a poco lo fui asimilando sin darme cuenta. Además, donde de verdad se aprende es en el sitio”, explica Pepe sobre su deseo de aprender francés. “Los sentimientos y emociones de la gente son iguales. Cuando ves algo bonito o sientes tristeza, es para todos igual”.
Hoy se puede ver a Pepe bromeando y dando indicaciones y cierta familiaridad en un país extraño a los turistas franceses que tienen la buena suerte de perderse en su calle. Motiva a toda la gente, a los jóvenes en particular, a viajar y a aprender múltiples idiomas.
“Me fui a París con 19 años y regresé con 39”, explica Pepe. “He pasado allí los mejores años de mi vida y tengo muchos lazos con París. Dejé a muchos amigos allí, una familia”.
Desde su primer año en París, encontró a un gran grupo de amigos sevillanos que también buscaban una nueva vida fuera de su país. Entre ellos estaba Carmen, que se convertiría en la esposa de Pepe un año después. Habían pasado casi 12 años desde que la pareja volvió a España cuando ella cayó enferma y falleció poco después. Pero Pepe no se ha quedado solo en Sevilla. Cada semana ve a su hija Esperanza y sus nietos David y Sara, que viven en Sevilla, y también tiene un hijo, José Antonio, que trabaja en Granada como ingeniero informático.
Mientras habla de sus amigos de Francia, no puede decir más que unas pocas frases antes de que entre alguien en la tienda para saludarle. Un hombre mayor con pocos dientes y menos pelo entra con una bolsa llena de vídeos para devolver. Intercambian unas monedas y unos comentarios sobre las películas, cuyos títulos circulan por el mostrador rápidamente. Le pregunta sobre el western de 1964 “Una trompeta lejana”, del director Raoul Walsh, y Pepe sale inmediatamente para buscar en los estantes más polvorientos. Se mueve por el local farfullando “estoy seguro de que está aquí” y repitiendo el título. Al final lo encuentra con un ademán ostentoso y se lo lleva a su nuevo dueño temporal.
Los clientes y los amigos no dejan de entrar y salir. Algunos se quedan 30 minutos y otros sólo dicen hola y continúan su camino, pero hay alguien constantemente al lado de Pepe. Manuel llega al videoclub cada día a pie, ayudándose con un andador con el que sale de su casa, que se puede ver frente al videoclub, al otro lado de la calle. Se sienta sin dudarlo al lado del mostrador, tan cómodo como si estuviera en su propia casa. Los dos tienen el pelo color sal y pimienta pero bromean como niños, burlándose un poco el uno del otro, siempre con una sonrisa y un guiño.
Hace 15 años que Pepe abrió el videoclub pero hace muchísimo más que Manuel ha sido su amigo. Estuvo allí cuando en 1990 Pepe abrió su primer videoclub en el barrio de la Macarena, donde estuvo diez años, cuando abrió el videoclub de la calle Candilejo, muy cerca del actual, del que se ocupó Carmen hasta 2006, y el actual de la calle Don Alonso el Sabio. La decisión de abrir aquel primer videoclub estuvo precedida por una larga serie de trabajos: dueño de un salón de juegos recreativos, conductor de taxi y empleado en una marisquería y en una frutería. Ninguno de ellos tiene mucho que ver con su título de mecánico pero todos tienen algo en común: la posibilidad de hablar con la gente, con gente de todo tipo.
Volvemos al videoclub. En un minuto Pepe ayuda a un señor mayor a alquilar “The X Files” y “Boiling Point” y un instante después entra un chico con tatuajes en las manos y un piercing en la nariz para devolver una bolsa llena de vídeos. “¿Te ha gustado la peli? ¡A mí mucho!” Pepe le pregunta alegremente. Una mujer joven para su bicicleta rosa frente a la puerta y Pepe la saluda al instante, “Siempre corriendo, ¿no?” Hablan sobre una cita con un chico y ella le da su móvil nuevo a Pepe para que ponga su número. “Eres un padre, Pepe”, le dice antes de salir.
Aunque a principios de 2014 ya sólo quedaran 784 videoclubs en toda España, Pepe cree que tiene valor continuar con la empresa. “No es justo que la gente vea películas pirateadas porque los autores tienen que comer, tienen que vivir con su música y sus películas”, dice. “Es una propiedad intelectual y si no lo arreglan, va a ser muy difícil sobrevivir.”
Mientras cada vez más personas descargan películas de internet o escriben felicitaciones de cumpleaños en Facebook, en el videoclub de Pepe todavía se puede alquilar una versión en VHS de “Titanic” y charlar cara a cara con amigos de todas partes. En la época digital en la que vivimos quizás sea necesario mantener hábitos naturales de comunicación, que están en peligro de perderse.
“Aquí se aprende de las relaciones humanas. La gente tiene confianza en ti y te cuenta cosas de su vida. Eso es lo más bonito, que la gente comparta su vida y te pida consejos… y que después alquilen películas.” •