
Antonio muestra foto de su esposa, Eloisa, de cuando se conocieron . FOTOS: KYLE TIZIO
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LO CLARAMENTE VISIBLE EN NUESTRAS VIDAS—LOS OTROS CLIENTES DEL SUPERMERCADO O EL CAFÉ, LOS GRANDES ANUNCIOS DE INNOVACIONES Y LA TECNOLOGÍA MÁS NUEVA, O LOS AMIGOS CON QUIENES INTERACCIONAMOS DIARIAMENTE— AL FINAL DEJARÁN DE ENRIQUECER; SIN EMBARGO, ES EN LOS LUGARES MAS INESPERADOS, COMO BAR MANOLO, SITUADO EN UNA TRANQUILA ESQUINA DE LA PLAZA DE LA ALFALFA DE SEVILLA, DONDE SE PUEDEN DESCUBRIR GRANDES TESOROS. AQUÍ ES DONDE PUEDES ENCONTRARTE A ANTONIO JOSÉ MORILLO ALCALÁ, QUIEN PASA MUCHO TIEMPO ALLÍ Y ESTA MUY DISPUESTO A HABLAR CONTIGO.
ENCONTRARTE A ANTONIO la tarde de un martes soleado aunque fresquito es pura casualidad. Habiendo intentado crear un perfil sobre un hombre sin hogar, algunos vendedores de castañas, y el dueño de una tiendecita, las calles de Sevilla no han sido de mucha ayuda en busca de un personaje sobre el que escribir; así que caminas bajo los toldos azules y verdes de Bar Manolo, te apoyas en la barra de aluminio para descansar de tus esfuerzos, y comienzas a expresar en alto lo que te frustra. Notándote la decepción en la voz mientras te sirve el café con leche de todos los días, Juan te señala a un hombre al otro lado del bar. Mide 1,70 largo y lleva vaqueros, una camisa a rayas roja y amarilla, una rebeca beige y un par de zapatos marrones relucientes. Lleva en el bolsillo de la camisa tres plumas—negra, azul, roja— y mientras se afloja el cinturón para que quepa más cómodamente su estómago, recién acabado de comer, hacéis contacto visual—él a través unas finas gafas de ver, y tú a través de la mirada de un estudiante ansioso—y así, os conocéis. Es tu día de suerte, porque el peculiar, original, jovial Antonio José Morillo Alcalá tiene una historia fascinante que contar. Caminando hacia ti para estrecharte la mano, Antonio te demuestra que es un libro dispuesto a ser leído—una enciclopedia, una novela de romance y acción y una antología, todo en un solo volumen—y tú eres el afortunado lector que ha decidido abrirlo justo por el primer capítulo.
TIENE UN ANCESTRO ILUSTRE. Su abuelo era Antonio Alcalá Venceslada, que ganó dos veces el premio Conde Cartagena de la Real Academia Española de la Lengua por su libro El Vocabulario Andaluz (1933) que ostentó más tarde el título de miembro académico, representando a Andalucía, de esta institución nacional.
LA JUVENTUD DE ANTONIO JOSÉ estuvo marcada, desde su nacimiento en 1944 en Jaén, situada en las colinas del cerro de Santa Catalina, en la zona sur-central española, por la competencia entre sus ocho hermanos y los sueños de seguir el camino de su abuelo, con quien solo había podido pasar nueve años. Fascinado por las historias y poemas de un hombre que, en la actualidad, tiene una calle y una universidad con su nombre en el pueblo de Andújar, en la provincia de Jaén, Antonio quería, desde muy temprano, cursar estudios en lengua y filosofía.
SE MUDÓ A SEVILLA cuando tenía 16 años, y se estableció en el barrio de Nervión, estudió en el Portacoeli, una escuela jesuita, a tiro de piedra del Estadio Ramón Sánchez-Pizjuán, el hogar del equipo de fútbol Sevilla F.C., al que dedicó su afición el resto de su vida. Al acabar el colegio, siguió estudiando en la Universidad de Sevilla, donde mejoró sus habilidades de francés, que ya manejaba con fluidez, además de estudiar lenguas modernas y filosofía; se enamoró y eligió el trabajo en lugar de los estudios, abandonando su formación y sus sueños de escritor. Se casó en 1972, cuando tenía 28 años, con Eloísa Rodríguez Rosario, y empezó a trabajar para mantener a sus dos hijas, Eloísa y María, y a su hijo, Antonio José.
SIN EMBARGO, la magia de la historia de Antonio no se conoce a través del relato de las experiencias de varios trabajos—como empleado del Banco de Santander en Huelva, o en la fábrica de Zanussi como Jefe de Administración Comercial de Sevilla, encargándose del inventario de frigoríficos, máquinas de aire acondicionado, lavadoras y demás—ni viene de sus viajes por todo el mundo, desde los mares de Portugal a las arenas de Egipto o las montañas de Turquía. Más bien, “Los conocimientos que tiene”, dice Diego, otro camarero de Bar Manolo, “y saber lo que sabe… sólo está presente en alguien que ha sufrido y aprendido”.
A CAUSA DE LA MUERTE DE SU ESPOSA, cuya foto enseña orgulloso, Antonio empezó a ver la vida de forma diferente; aunque viéndole sostener el retrato de color sepia de una atractiva mujer morena, de piel lisa color de aceituna, no se puede evitar notar el sentimiento de nostalgia que escapa hasta de la más radiante de sus sonrisas al decir, “Era dos de enero del 91. Sólo tenía 43 años”.
Y ANTONIO ARRUGA LA FRENTE, buscando el recuerdo de las fechas y acontecimientos, recopilando una historia que insiste en que sea suya, y no el resultado de las interjecciones bienintencionadas de Juan, desde el otro lado de la barra.
VOLVIENDO A LA LITERATURA de A.J. Cronin y G.K. Chesteron, a quienes había leído años antes, comenzó a acercarse a otras personas con un punto de vista diferente. Libros como Las llaves del reino empezaron a dejar mayor huella en sus actitudes y su forma de ver el mundo. Empezó a comprender estas historias, que llamaría “metáforas para la vida” y de este modo, Antonio pudo encontrar a sus favoritos: los libros a los que regresaría una y otra vez, como un medio de entender que no se trata del dinero, ni de remplazar el amor que le arrebataron demasiado pronto. “Es simple”, dice. “Hay que darse cuenta de que hay otras formas de ver el mundo. Con una mente abierta, verás que hay otros que ven las cosas de forma diferente. Las cosas no son iguales en todas partes—costumbres, tradiciones, culturas—y hay que aceptarlo. Cada persona forma parte de algo más grande. Así funciona el mundo”.
EN SU LUCHA POR LLENAR EL VACÍO en su vida, Antonio encontró mucha paz y consuelo en las palabras de El hombre que fue Jueves, de G.K. Chesterton; cuando Gabriel Syme, el protagonista del libro, está a punto de batirse en un duelo que puede ser el último, experimenta un sentimiento que, según Antonio, es lo que necesitaba para superar la pérdida de su esposa: “Sintió un extraño y vívido valor en la tierra a su alrededor, en la hierba bajo sus pies; sintió el amor de la vida en todas las cosas vivas”. Esto, además del consuelo de su familia, le acompañaría a lo largo de los años y hasta hoy en su perspectiva de la vida: apreciar las cosas pequeñas.
EL CAMINO QUE HACE ANTONIO cada tarde de café en café—desde su apartamento del primer piso en la Plaza de la Alfalfa al Bar Kiko, donde se come todos los días sus lagrimitas de pollo, hasta el Donaire y el Alamine y finalmente al Bar Manolo— charlando con los camareros que le conocen por su nombre y tomando Cruzcampo de barril, es bien conocida por los vecinos del barrio. Su sonrisa, a la que le faltan algunos dientes pero nada de simpatía, lleva con él allá donde vaya los rayos dorados de sol; no hay día en que no quiera hablar o contar los chistes de La cocina de Karlos Arguiñano, que ve en la televisión de su casa, en Antena 3, y que ha apuntado para contar a Diego “porque es el único que se ríe”. Con sus ojos intensos y su respuesta típica de “¡Muy bien!” cuando se le pregunta cómo está, a pesar de que a veces le cuesta asociar las caras con los nombres, nunca pierde la oportunidad de hablar y aprender. Está más que encantado de describir los dos cuadernos que conserva de su esposa, llenos de recetas de distintas salsas, aunque no sabe cocinar ninguna. Además, te prestará, sin hacer preguntas, un pen-drive que contiene 157 de esas hojas de recetas mecanografiadas, e insistirá en que no tengas prisa, que las leas tranquilamente y, cuando vuelvas en unos días para devolverle este valioso dispositivo lleno de recuerdos, te preguntará “¿Has aprendido?” antes de prodigar su propio entusiasmo sobre la variedad de las salsas y sus respectivos usos en las diferentes comidas andaluzas.
EL CONSEJO DE ANTONIO es, como él te dirá, igual que todo lo demás en su vida—muy simple. “Busca las cosas buenas, las cosas felices, porque hay muchas. Las cosas malas vendrán de todas formas”.