En esquinas distintas

foto: Francisco Manuel Ibáñez / NATALIA ARAUJO

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CADA ARTISTA TIENE UNA VISIÓN QUE LE LLEVA A MIRAR EN DISTINTAS DIRECCIONES, AUNQUE ALGUNOS DÍAS SE CONGREGUEN EN UN MISMO LUGAR. EN EL EXTERIOR DEL MUSEO DE BELLAS ARTES DE SEVILLA, NOS HEMOS ENCONTRADO CON UN GRUPO DE ARTISTAS QUE ACUDE CADA DOMINGO A VENDER SU OBRA.

LOS PITOS, TROMPAS DE PLÁSTICO Y SIRENAS son más ruidosos de lo que uno se imaginaría; su incesante sonido se puede oír a 150 metros, saturando los sentidos auditivos según se acerca uno a la Plaza del Museo este domingo por la mañana. A la entrada del Museo de Bellas Artes, los empleados públicos que trabajan allí dan vueltas a su alrededor con sonajeros unidos por una niña que lleva el pelo sujeto en una coleta con una gomilla rosa fuxia y toca una trompeta roja de juguete. Se manifiestan contra los nuevos horarios de apertura propuestos por el Ayuntamiento y han abandonado sus puestos hace media hora.

EL AZAHAR IMPREGNA toda la plaza con su agradable aroma, que contrasta con los chirriantes sonidos que producen los manifestantes. Una mujer sentada bajo los árboles, a unos 10 metros de la protesta, se cubre las orejas con auriculares de color verde lima, pero la postura encorvada, los brazos rígidos, y una leve mueca muestran que los auriculares no están bloqueando el sonido como ella pretendía. Todo el mundo que pasa por la plaza evita a los manifestantes, ¿porque está ella sentada tan cerca?

SE TRATA DE PAOLA VECCHI y no y no es ninguna extraña en la Plaza del Museo. Estaba allí, en el mismo lugar, solo que dos semanas antes, cuando hacía sol, la temperatura alcanzó los 25C y la cola para entrar en el Museo de Bellas Artes llegaba hasta el centro de la plaza. Paola es una de muchas artistas que traen sus obras cada domingo al mercado de arte de la Plaza del Museo. Cada uno viene de una profesión y una condición social diferente, algunos han estudiado, otros han encontrando la pasión de sus vidas más tarde, y otros dejaron el arte para luego reencontrarse con él.

FRANCISCO MANUEL IBÁÑEZ se encuentra en la esquina suroeste de la plaza. A su lado hay un cuadro de la cara de una mujer en colores fríos que le llega casi hasta los hombros; en la mesa que tiene delante, hay otras obras más pequeñas. Estos cuadros representan una vida de dedicación. “Empecé a dibujar con cuatro o cinco años. Mi madre era panadera y, mientras ella trabajaba, yo estaba allí, sentado en el suelo, dibujando”.

DESDE ENTONCES, HA ESTUDIADO EL ARTE ha intentado vivir de ello. “Estoy en mi estudio cinco días por semana, trabajando, pintando. Me gusta venir aquí y hablar con la gente. Vienen personas de todos los países. Así que tengo obras en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos y Australia”. Al igual que el arte de Francisco, que viaja a otros países, algunas de sus obras son internacionales en sí mismas. “Bajo la pintura de estos cuadros hay periódicos chinos. Cuando un amigo fue a Inglaterra, le pedí que me los trajera”. La textura de las letras chinas bajo la piel de las mujeres te acerca a sus expresiones y empieza a hacer que te preguntes qué subyace bajo la forma de expresión de Francisco.

ÉL OBTIENE INSPIRACIÓN del otro extremo del mundo, de América Latina. Hay pequeñas hojas de papel en bolsas de cremallera sobre una mesa; un remolino de líneas de colores vivos que se juntan hasta formar un tapir. “A mí, me interesa mucho el arte precolombino, como el estilo de los incas… los aztecas con sus formas geométricas”. Una segunda mirada al tapir descubre que las líneas curvadas se han formado con pequeños triángulos, rectángulos, y círculos. Él pinta tomando elementos de otras culturas; ha creado algo que despunta entre los paisajes marinos, toros y flamencas que le rodean.

AL OTRO LADO DE LA PLAZA, una mujer echa al aire su mantón rojo, y la punta más alta irrumpe en el fondo amarillo de acuarela. Los volantes de su vestido barren el suelo; la pasión por el flamenco atrapada en un instante.

EN UNA HAMACA CERCANA está sentado el artista Emilio Pastor, disfrutando de las vistas de la plaza llena de gente. A diferencia de Francisco, Emilio nunca ha estudiado. “Empecé a pintar con 10 años. Para mi primer cuadro, fui a la azotea y pinté lo que se veía desde allí”. Emilio nació, creció y ha vivido toda su vida en Sevilla y su amor por la ciudad no ha disminuido desde aquel primer cuadro de su propio rincón sevillano.

EMILIO NO ACABÓ ESTUDIANDO ARTE al hacerse mayor. En vez de eso, se hizo pescadero, para mantener a su esposa y a sus dos hijos. Uno de sus hijos vive en Suiza ahora, pero la idea de mudarse fuera de Sevilla no parece habérsele pasado por la cabeza. “El cielo no es sólo de un color, hay diferentes tipos de azules. Aquí en Sevilla, el cielo es aguamarina pero más cerca del horizonte, no es el mismo. Es un azul claro”. Emilio puede continuar hablando de los colores de sus cuadros como si fueran sus hijos. Pero los colores no son los únicos indicios de inspiración.

“ESTE CUADRO VIENE DE UNA FOTO que se vendió por miles de euros. A lo mejor puedo vender mi cuadro por 20.” Pero el precio de la foto no es lo importante para la mayoría de los cuadros. Los tres cuadros pintados en formato grande son de flamencas. “Mírala con esa postura tan elegante, así,” Emilio echa hacia atrás los brazos y arquea la espalda, imitando la poderosa postura de la flamenca. Su pasión por el arte brilla en su mirada aunque acabe de reencontrar el arte en su jubilación.

FRANCISCO ES EL ARTISTA QUE mira al mundo entero para encontrar su voz: periódicos chinos y arte inca. Emilio se centra en su ciudad y su país. Pero los dos se encuentran, si bien es cierto que en diferentes esquinas, cada domingo en la Plaza del Museo. La gente pasa, la ciudad vive y respira y los artistas hablan y conectan con los que se toman la molestia de mirar.