
VENEZUELA I: ASCENSO Y CAÍDA
“Recibimos la información más dura y trágica que podamos transmitir a nuestro pueblo. A las 4:25 de la tarde de hoy, 5 de marzo, ha fallecido el comandante presidente Hugo Chávez Fría.”
Es el año 2013, y entre lágrimas, el que será nuevo presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, vestido de blanco y apoyando ambas manos en el podio, declara ante la mirada solemne del mundo entero el final de una dictadura de casi 14 años, que dará la bienvenida a una nueva etapa de crisis en Venezuela.
Sólo unos meses después, la inflación comienza a devaluar el Bolívar cada día un poco más, continuando sin remedio con el declive de la economía Venezolana, para acabar convirtiendo el país más rico de Sudamérica en uno de los más pobres. Las necesidades básicas como el papel higiénico, la electricidad o los alimentos, por algunos de los cuales se forman colas de más de un kilómetro y hasta ocho horas a la puerta de los supermercados, comienzan a escasear. Con la crisis viene el pánico, y con el pánico, la violencia. La tasa de criminalidad registra cifras históricas, colocando a Venezuela en el primer puesto de violencia en América, muy por encima de México, Brasil o Colombia. Nadie se lo cree, pero todos lo viven.
Mientras se derrumban las paredes del país, una mujer de apenas 23 años, recién graduada en la Universidad Arturo Michelena con una licenciatura en Diseño Gráfico, está llena de ideas sobre cómo construirse una vida a partir de los escombros. Con el diploma en la mano, su novio Edgard a su lado y su hijo Joaquín recién nacido, Abigail Grillet, siempre con una sonrisa iluminando su camino, levanta desde cero Mermelada Gráfica, una empresa de publicidad situada en Valencia, tercera ciudad de Venezuela con más de 1,3 millones de habitantes, entre ellos trabajadores que han sido tocados por la mano implacable del desempleo y se convierten en la clientela principal de Abigail.
“Esos profesionales se estaban reinventando la vida, haciendo locales de comida y trabajando independientes. Nosotros les ofrecíamos diseños de tarjetas, papelería corporativa, páginas web. Nos iba excelente”.
En su primer mes como empresaria, Abigail gana 35.000 bolívares, un sueldo casi cinco veces más alto que el salario medio en Venezuela de 7.500 bolívares mensuales, que a 50 bolívares por dólar, aún no suma mucho. El segundo mes, gana 65.000. Con el impulso de Mermelada Gráfica, también aumenta la posibilidad de invertir en su propio éxito comprando máquinas de la mejor calidad, construyendo un equipo de diseñadores profesionales más grande o abriendo otro local con más color. Pero con la idea de la expansión, viene la incertidumbre de los límites de lo que podría lograr en un país donde la moneda no vale nada, a la gente le cuesta encontrar qué comer y donde ya no se garantiza terminar el día con vida. “Uno vivía en una persecución constante. No podía sacar un teléfono en la calle. No podías tener dinero porque, si lo tenías, te lo robaban. No podías tener ni siquiera una tarjeta porque podrían asaltarte y llevarte al banco para que sacaras el dinero con la tarjeta. Se vivía con miedo, paranoia y con esa incertidumbre de que te van a robar, te van a matar si no tienes nada y, si tienes algo, igual”.
Eran las seis de la mañana de un día cualquiera cuando Abigail finalmente dijo: “Aquí no”.
Las voces de los presentadores resuenan como cada madrugada cuando Abigail enciende el televisor para ver las noticias. El dólar ya ha subido a 200 bolívares y los presentadores especulan sobre la posibilidad de que, pronto, los documentos migratorios de los venezolanos dejarán de ser legales. Abigail piensa en todo lo que todavía le falta por hacer y que en Venezuela ya nunca será posible.
“De pequeña siempre soñé con tener todas mis cositas materiales: primero casa, carro; luego casarme, tener hijos, tener una vida feliz, la, la, la. Pero lo estaba haciendo todo al revés. No tenía esas cosas sobre las que había soñado, y no se veía que pudiera tenerlas jamás. Y ahora ni podía darme el lujo de caminar dos cuadras sin temer que me mataran en el camino. Fue en ese momento que decidí irme”.
Una semana después de ese momento de claridad, Abigail, con la certeza y la agilidad con la que siempre conduce sus decisiones, ya tiene los pasajes para llevarse a su madre y a su hijo a un nuevo destino: Panamá. Abigail es la primera de su familia y amistades que decide unirse a los más de dos millones de personas que le van a decir adiós a su patria, dejando Venezuela para encontrar paz, seguridad y prosperidad en otro lugar. Quizás…
VENEZUELA II: LA ESPERA
“Dame las llaves”, escucha Abigail, sintiendo una pistola fría y paralizante en su espalda. Ella piensa solamente en Joaquín, que está sujeto en el asiento trasero del coche. Las bolsas del mercado que cuelgan de sus manos pesan más con cada segundo de incertidumbre que pasa.
Son las ocho de la tarde, pero el velo de la oscuridad ya ha caído con fuerza sobre la ciudad.
Sólo las luces naranjas del aparcamiento alumbran, ocultando en la sombra las figuras de dos hombres jóvenes bien vestidos, que aparecen como de la nada para llevarse el Ford Fiesta del que se acaba de bajar Abigail para entrar en su casa.
– Quédate tranquila. Las llaves.
– Ya te las voy a dar, no te preocupes, te las voy a dar.
Con el nerviosismo, Abigail no acierta a encontrar las llaves. Las lleva buscando unos 10 minutos cuando, de pronto, siente la punta de una segunda pistola en su sien.
Joaquín, con año y medio y tan inteligente como para saber cuándo está en peligro, se suelta solo y corre con paso firme hacia su madre, llorando sin saber por qué.
Con la cartera de Abigail en una mano y su corazón en la otra, los ladrones se suben al coche, dejando a Abigail y a Joaquín como testigos de su propio robo. Salen del estacionamiento con un chillido de las llantas, casi llevándose el portón de la entrada con ellos en su escapada.
A los 30 minutos reciben la llamada:
“Tenemos tu carro. No nos llevamos a tu hijo porque se zafó y se agarró de su mamá, si no, también nos lo llevamos. Páganos 300.000 bolívares o lo recogemos de la guardería y no lo vuelven a ver”.
La decisión quedó clara. Aunque le devolverán el coche –que un año más tarde le será robado de nuevo y para siempre al primo con quien Abigail lo dejó cuando se fue de Venezuela– ya es muy tarde para desarraigar el miedo que Abigail siente en su propio hogar.
Ya no salía. Trabajaba y cuidaba de su niño desde casa, esperando ansiosamente el día en el que se pudieran escapar sin mirar atrás. “Sólo pensaba: Dios mío, gracias a ti que tengo mis pasajes para irme de esta tortura”.
PANAMÁ: LA REALIDAD BAJO LA MÁSCARA
“Mierda, se me va a morir la vieja en este avión”. La madre de Abigail tiene los ojos rojos a causa de los nervios. Hace poco tiempo que la han operado del oído y ahora teme que en el avión le puedan explotar los tímpanos. Las horas de espera en el aeropuerto de Panamá le han ido llenando la mente de desesperación y sufre un ataque de ansiedad. Abigail, que a pesar del drama no para de reír mientras lo rememora, puede distinguir el miedo en sus dilatadas pupilas. Abigail y su pequeña familia ocupan tres de los cuatro asientos en el centro de un avión que los traerá a Sevilla, recorriendo los 8.000 kilómetros que los separa de la libertad.
Llevan menos de seis meses en Panamá cuando deciden emigrar de nuevo. El optimismo con el que llegaron ha disminuido al darse cuenta de que están en otro infierno disfrazado de paraíso.
Aunque la expansión de Mermelada Gráfica en Panamá iba bien, la vida cotidiana allí estaba llena de las mismas dificultades que atormentaban a los venezolanos en su tierra. La vida era cara: el alquiler, los alimentos, hasta una gripe le costaba a Abigail 300 dólares. La delincuencia iba en aumento y el sistema educativo no prometía un futuro brillante para Joaquín. Y la gota que colma el vaso es que Abigail era extranjera en un país que no la quería.
“Nosotros veníamos de una situación muy precaria en Panamá. Había racismo, había xenofobia. Yo iba al supermercado con mi mamá, que tiene 60 años y nos decían ‘venecas.’ Nos rechazaban. Preferí irme de nuevo a buscar un lugar mejor”. Después de cuatro meses de estar sola en Panamá, Edgard, su novio, deja Venezuela, donde se había quedado para ocuparse de su empresa, y se reúne de nuevo con su familia para buscar un lugar donde finalmente puedan vivir con la tranquilidad que merecen. Sacan el mapa del mundo y, después de correr el dedo índice sobre cada continente, sellan su destino.
Joaquín, de sólo tres añitos, duerme tranquilamente a los pies de su madre. Su inocencia le ahorra al pequeño la preocupación que sienten todos los adultos a su alrededor, que miran sin verlas a las azafatas vestidas de rojo y verde que muestran a los pasajeros cómo ponerse una máscara de oxígeno en caso de emergencia. “Diosito hizo que esos asientos fueran cómodos”.
ESPAÑA: EL CORAZÓN NO OLVIDA
Una niña de pelo rubio y ondulado corre hacia el puesto que Abigail regenta con su suegra, Alba, en el Mercado de Triana, junto al río Guadalquivir. Cuando lo alcanza, pone su manita llena de deseo en el vidrio de la vitrina en el que están alineados los dulces: pasteles de tres leches, pirulines, pan con chocolate; todos rodeados por unas bombillitas que brillan con magia en los ojos de la chiquilla. “Mommy, I want one of those”, proclama la niña, apuntando con el dedo hacia un envase lleno de unos torbellinos blancos de azúcar y merengue.
“They are delicious”, responde Abigail, tras un flequillo negro que se asoma entre los pasteles, y su habitual risa atronadora. Ese flequillo es una nueva incorporación a su repertorio de peinados rebeldes: pelo azul como hilo de azúcar, rojo oscuro que apenas pasaba sus orejas, y, ahora, aunque sus amigas le advirtieran en contra, este flequillo negro para demostrar que su vida todavía le pertenece a ella. En su delantal color lima, que combina con el papel de motivos tropicales que decora las paredes del puesto, se limpia las manos de la harina con la que estaba haciendo la masa de las empanadas que ha dejado friendo.
El Majarete, que ocupa el puesto número 33 del Mercado de Triana, es donde Abigail pasa casi todos los días desde que llegó a Sevilla en enero de 2016. Después de algunos trabajos de diseño que no le pagaron, Abigail abandonó la idea de continuar con Mermelada Gráfica en España, y ahora se dedica a compartir con la gente de Sevilla este trozo de Venezuela, un país que, a pesar de todo, siempre llevará en su corazón.
“La vida continuó, y aquí estamos”.